Hablar de Milt Kahl son palabras mayores para los fanáticos de la animación. Fue uno de los Nueve Ancianos, los dibujantes sagrados en Disney, y, de hecho, se le suele considerar el más talentoso de todos ellos. De hecho, empezó con la compañía del ratón solo seis años después que el propio Mickey, en 1934, con una pequeña secuencia animada en la película La doncella de postín y pronto pasaría a convertirse en uno de los animadores principales de Walt. Se encargó de Pinocho, Gepetto, Bambi, Tambor, Alicia, Peter Pan, Wendy, Pongo o Perdita entre cientos y cientos de personajes. Sin embargo, nadie se esperaba lo que iba a pasar en 1967, cuando se encargó de El libro de la selva.
Dos animadores, un personaje
Kaa, en el libro original de Rudyard Kipling, es una serpiente gigantesca mentora de Mowgli, con el que vive varias aventuras. Sin embargo, Walt Disney, después de leer un primer guion bastante similar a las novelas, decidió cambiar al personaje por completo convencido de que los niños no podrían verle como bueno: es más, decidió convertirla en la antagonista de la película.
La responsabilidad de animarla cayó en Frank Thomas, que también formaba parte del grupo de Nueve Ancianos y compartió varios personajes con Kahl, como Pinocho o Bambi. Sin embargo, el problema llegó cuando les tocó compartir a Kaa, porque tenían ideas diferentes sobre ella. Thomas pensaba que era “un nuevo tipo de villano, entusiasta y confiada en su anticipación del éxito”, y la dibujó tenebrosa, más similar a las serpientes reales, con los ojos separados y ansia voraz. Así:
Sin embargo, solo una secuencia después, Kahl la animó con otro estilo: ojos juntos, más dibujo animado, el que se ha quedado con nosotros a lo largo de los años. Así:
El libro de la selva fue otro gran éxito para Disney que costó 4 millones de dólares y acabaría recaudando 378 a lo largo de sus múltiples reestrenos. Además, tuvo una secuela en 2003, dos versiones en acción real e incluso una segunda parte exclusiva del formato audio, además de múltiples videojuegos. Ahora solo nos toca cantar aquello de “Oh, dubidú, quiero ser como tú”.