Es difícil entender hoy en día la Bond-manía que hubo en los años 60 en todo el mundo: tiras cómicas como Mafalda hicieron referencia a la cantidad de merchandising exagerado de 007 y personajes como Nick Furia nacieron de la necesidad que el público tenía de más aventuras de espías. Ahora estamos acostumbrados a esperar años por una nueva película del personaje, pero en aquella década habían encontrado su nueva churrería. De hecho, mientras rodaban Desde Rusia con amor, la segunda película, ya planeaban el guion de la tercera: Al servicio secreto de su majestad. Pero las cosas cambiaron.
Mi nombre es Cución. Electro Cución
La fecha de entrega de la siguiente película del agente secreto ya estaba marcada, septiembre de 1964, y no les daba tiempo para montar las escenas de acción en Suiza, así que decidieron tirar por lo siguiente que tenían (Operación Trueno estaba era en ese momento el centro de un juicio): Goldfinger. Poco imaginaban que esta película de 3 millones de dólares (tan grande como las otras dos películas anteriores juntas) iba a tener a uno de los mejores villanos de la historia del personaje.
Seguro que recuerdas a Oddjob, ese malo de James Bond que lanzaba su bombín como arma asesina. Lo que es posible que no sepas es que el actor que lo interpretaba, Harold Sakata, realmente era levantador de pesas olímpico (medalla de plata, nada menos) y luchador profesional que se metió a actor casi por casualidad. Aparentemente, el actor era un hombre absolutamente encantador que quiso llevar hasta el final su papel. Por eso, en la escena de su muerte, donde es electrocutado por Bond, le pasó de verdad. Eso no impidió que siguiera agarrándose al sombrero con determinación hasta que el director, Guy Hamilton, gritó "¡Corten!". Casi nada.
Sean Connery, en el lado contrario a la afabilidad de Sakata, ya empezaba a tener problemas de dinero para volver una y otra vez a hacer del personaje, lo que les hizo plantearse un cambio a partir de 1969, cuando George Lazenby tomó el relevo... durante una sola película. Y es que hay cosas que es mejor dejarlas como están. Solo se vive dos veces, al fin y al cabo.