No me parece nada fácil escribir sobre Los asesinos de la luna, básicamente, porque no me parece que Los asesinos de la luna sea una película nada fácil. Adaptación libre del true crime Los asesinos de la luna. Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI (2019) escrito por David Grann (el mismo autor de La ciudad perdida de Z, que adaptara James Gray a la gran pantalla), la última película del legendario realizador norteamericano Martin Scorsese, es un extenso manto fílmico cosido con la minuciosidad del que se sabe autor pero trabaja como un artesano y que funciona como un mapa humano de la depravación inherente a los cimientos morales de los Estados Unidos de Norteamérica.
El director de El irlandés (2019), que cumplirá 81 años el próximo 17 de noviembre, lleva sesenta años realizando películas, y no cualquier tipo de películas, sino las mejores películas. Su carrera es un bloque autoral de una calidad insólita en la historia del cine, a la altura de John Ford o Ingmar Bergman, repleta de triunfos y muy pocos descartes: Kundun (1997), ejem. Pero aún voy más lejos: a lo largo y ancho de su obra, Scorsese, no sólo ha confeccionado ficciones y documentales imperturbables, sino que a través de ellos ha sabido reescribir la historia de su país anclándola en lo que él considera como el genoma de su ADN: la violencia, el dinero y la religión. Mucho antes de que Quentin Tarantino pusiera de moda la violencia explícita pasada de rosca en Reservoir Dogs (1992), Scorsese ya había crucificado a puñetazos a Jake LaMotta en Toro salvaje (1980), había convertido a Travis Bickle en el ángel carnicero de Taxi Driver (1976) y había dejado claro que la vía de la riqueza, el verdadero sueño americano, se construye mejor usando como andamios los cadáveres de quienes se interponen en tu camino: Uno de los nuestros (1990). Y si en un lado de la balanza está la violencia, en el otro está el dinero. La avaricia y la crueldad bailan el vals de los desperados en las películas de Scorsese, a mayor ambición, mayor locura, a mayor riqueza, mayor depravación: El color del dinero (1986), Casino (1995), El lobo de Wall Street (2013). La única forma que tiene entonces Norteamérica para salvar su alma -su vida ya está perdida- es la de la fe cristiana: por eso Charlie en Malas calles (1973) tienta a la llama del candelabro con la palma de su mano. Pero, ¿se puede salvar un alma si Dios permanece ajeno al sufrimiento humano? Silencio (2016) O, peor aún, ¿seguirá Dios existiendo para los hombres si cuando nos envió a su hijo para salvarnos lo que hicimos fue humillarlo, torturarlo y asesinarlo? La última tentación de Cristo (1988). Violencia, dinero, religión. Los tres vértices del triángulo que atrapan el pesar de los EEUU de Norteamérica a ojos de Martin Scorsese.
Las 5 películas de Martin Scorsese con puntuación perfectaVolvamos con Los asesinos de la luna, como digo, una película dificilísima y de difícil anclaje en una historia del cine que, de un tiempo a esta parte, ya es solo historia del contenido audiovisual. ¡Cómo estará la industria para que las dos últimas películas de Scorsese hayan acabado en plataformas! (tanto El irlandés como Los asesinos… eran proyectos de Paramount que acabaron quedándose Netflix y Apple TV+, respectivamente). Películas, para más INRI (todo encaja), que Scorsese ha concebido exclusivamente para que se vieran en la gran pantalla. Pero, espera, no me quiero perder aquí que voy a acabar pegándole un puñetazo al móvil, dejadme seguir. Decía que no hay muchas películas, ni siquiera del propio Scorsese, que se parezcan a Los asesinos de la luna y eso, a mí, que me encanta conectar películas y autores, me deja completamente descolocado. Me pasó en su primer visionado, cuando la película se presentó en el Festival de Cannes, y me volvió a pasar ayer, cuando la pude presentar (y revisar) en un cine de Madrid en su preestreno oficial en España. Dada su extensión -es más larga que El Padrino Parte II (1974): 206 minutos- el perfilado puntillista de sus personajes protagonistas, el diagrama amoral que dibuja, su estructura casi teatral en tres bloques más un epílogo, su narrativa tranquila (que no lenta) y atenta al detalle más ínfimo y un protagonista principal que va de lo estúpido a lo malvado dando bandazos (precisamente, por su condición de títere avaricioso y medio imbécil), Los asesinos de la luna no parece una película que venga a resumir la obra de un cineasta octogenario -como en cierta manera sí lo podrían ser las últimas películas (magistrales) de Víctor Erice y Hayao Miyazaki- sino un nuevo paso de gigante de un cineasta que anda sobrado de fuerzas e ilusión a la espera de lo que está por venir, al mismo tiempo que se siente satisfecho con el trabajo realizado hasta la fecha (que no con el mundo / industria audiovisual que nos está tocando vivir). Viendo ayer la película volví a pensar en Gigante (1956) de George Stevens, en La puerta del cielo (1980) de Michael Cimino, en Pozos de ambición (2007) de Paul Thomas Anderson. Y se me ocurrieron algunas nuevas: Lo que el viento se llevó (1939) de Victor Fleming, El cuarto mandamiento (1942) de Orson Welles, Hasta que llegó su hora (1968) de Sergio Leone. Pero ni siquiera me acerco, solo estoy rascando forma y recogiendo fondo, agarrándome a asideros que me son reconocibles: el arco temporal y la escenografía del western clásico, la fiebre del oro (negro) que convierte a las personas en alimañas, la obsesión demencial de sus personajes protagonistas alterando las imágenes casi de forma impresionista -la secuencia en la iglesia masónica sí que parece rodada por Welles-, esa historia de amor y codependencia antinatural que cruza en una misma imagen ternura y traición, amor y crimen, un tercer acto donde se realiza una relectura, una vez más: minuciosa, de todo lo visto hasta el momento para así tratar de entender mejor al tullido mental que nos ha acompañado durante toda la acción dramática…
Tengo un asidero: a ver si a vosotros también os sirve. En Gangs of New York (2002) Scorsese, partiendo de un relato histórico que retrataba las distintas bandas criminales del Nueva York de finales del Siglo XIX -Gangs of New York: Bandas y bandidos en la Gran Manzana de Herbert Asbury-, el cineasta construía una narración donde el protagonista (no por casualidad, el mismo que aquí, Leonardo DiCaprio) se movía como una culebra entre criminales y garrotazos, para así dejar claro que la historia de los EEUU no sólo se había construido en el Far West, sino también en el salvaje Este. Vaya, que la sangre, tanto de los culpables como de los inocentes, es el hormigón sobre el que se erigieron los pilares de un país que se presume como el más libre del planeta Tierra. Y Scorsese, que ha hecho muchas películas en su vida, nunca había hecho un western como tal. Así que de ahí partiría Los asesinos de la luna: una película del oeste de principios del Siglo XX, es decir, cuando el oeste empezaba a ser un reflejo del este. Es decir, cuando toda esa gente civilizada que ha llegado al nuevo país “en sus mugrientos barcos” (cita de un personaje indio de la película) y se ha creído con el derecho de expropiar, robar, engañar y asesinar a sus habitantes nativos. Porque eso es Los asesinos de la luna: la historia de un genocidio, el de los indios osage, que atrapados en su reserva tuvieron la maldición de encontrar petróleo y hacerse ricos, atrayendo así a todos esos hombres blancos con dientes amarillos afilados, dispuestos a reclamar por la fuerza y sin ningún tipo de vergüenza lo que no era suyo.
Pero Scorsese no hace las cosas fáciles, sino exigentes. De ahí la metonimia: la película se centrará básicamente en tres personajes principales. El ganadero asentado en la región, el Rey Bill Hale (Robert De Niro), su sobrino arribista Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio) y la esposa osage de este, Mollie Burkhart (Lily Gladstone). Y será a partir de ellos y su historia de codependencia, sin prisa, sin pausa, cuando Scorsese irá diseminando el largo cauce de asesinatos -todos ellos realizados con una crudeza notable- que tan pronto los rodean como, a la postre, les hace (a los hombres) responsables. Y aquí lo realmente importante es manejar el tono de la película: lo que vemos es abominable, pero la película nunca se vuelve agónica, sino incómoda y cruel. El gesto más radical de Scorsese pasa por buscar crear una empatía imposible con un protagonista (DiCaprio) cuyos actos son despreciables, por más que este sea una marioneta manejada a su antojo por el terrateniente consanguíneo sin escrúpulos al que da vida un De Niro que, al menos a mí, me ha ganado mucho en el segundo visionado de la película (verla sin la ansiedad siempre disparada del cronista de Cannes me ha ayudado bastante). De hecho, el protagonista del libro de Grann no es Ernest Burkhart, sino Tom White (Jesse Plemons), el oficial de la incipiente nueva organización federal (FBI) que acude a investigar los crímenes. Así que el giro está más que buscado.
No solo vas a ver una película de 3 horas y media de duración sino que encima el protagonista es insalvable -mira, ahí sí se parece a El Padrino Parte II- y se pasa media película con cara de redneck cabreado (DiCaprio, por momentos, está un puntito por debajo de la sobreactuación, mientras que por otros sigue siendo el mejor actor de su generación). Así, con el centro dramático desplazado, la película se extiende como la lava volcánica, empapando en todas direcciones el agrio y corrosivo sentido de la inhumanidad que domina a sus personajes blancos. Porque los osage están aquí para ser asesinados. Inocentes víctimas de la avaricia y el salvajismo que, incluso viendo el horror hacerse presentes, se sienten completamente indefensos. Una incredulidad que hasta parece voluntaria cuando tratamos de entender a Molly -increíble Lily Gladstone, construyendo una interpretación por encima de sus experimentados coprotagonistas-, una mujer a la que ciega por igual el amor (por el mentiroso de su marido) como el dolor (por ver cómo su familia se va desintegrando), en un juego de sumisión mortífera del estilo del mostrado por François Truffaut en La sirena del Mississippi (1969).
Pero, pero, pero… repito, no es tan fácil, nada es fácil en esta endemoniada película. Probablemente porque Scorsese la ha escrito ajeno a la cultura de la mordaza y el insulto (no hay término medio) que han impuesto en nuestra vida las malditas redes sociales. Al fin y al cabo es tan difícil conectar con Ernest Burkhart como lo era con Travis Bickle, Rupert Pupkin (De Niro en El rey de la comedia (1982) o Howard Hughes (DiCaprio en El aviador (2004). Y es que si en el mundo real no hay héroes, por qué debe haberlos en el cine. Eso dejémoslo para los superhéroes, debe pensar Scorsese. En el mundo real por cada paletada de cal hay trescientas de arena. Y si Orson Welles y George Stevens fueron capaces de crear obras maestras tirando de personajes principales complejos y amorales, Scorsese no tiene menos miedo que ellos. Porque Scorsese es un hombre de cine, probablemente, el último gran clásico que ama al cine por encima de todas las cosas. Ni siquiera su amigo Spielberg o su colega Schrader igualan su nivel de pasión porque ellos solo aman un determinado tipo de cine. Y Scorsese siempre ha sido el más moderno de todos ellos, probablemente, porque su amor por Orson Welles y John Ford sea igual al que siente por Rossellini y Fellini. Y de ahí ha salido -de nuevo: son certezas, no axiomas- esta inmensa película que, no porque no le vea irregularidades, deja de ser algo increíble. Un canto fúnebre por los marginados, los olvidados, los asesinados. Aquellos que dejaron de ser historia porque la Historia la escribieron sus asesinos. No estaríamos lejos entonces de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de John Ford, probablemente, la mejor película de la historia del cine (aunque eso también lo dije cuando hablé de El irlandés). Scorsese, como Ford, imprime leyenda y verdad, por nefasta que sea esta. Ahora, pasará página, y se meterá en otra película. Joder, ojalá viva como Manoel de Oliveira, hasta los 106 años y no pare de hacer películas nunca. Dios, si estás ahí, no hace falta que contestes (que ya sé que solo ofreces silencio), pero atiende al ruego de este crítico que lleva toda su vida acompañado por las películas de Martin Scorsese y que se niega a aceptar que algún día eso ya no será así.