Originalmente, Oppenheimer iba a ser una película dirigida por Sam Mendes, allá por 2005. Imaginad lo diferente que habría sido. Cuando no pudo hacer el proyecto, se encontró de golpe con Oliver Stone, que no supo encontrar la esencia del mismo. Al final, de alguna manera, el guion cayó en manos de Christopher Nolan... que, curiosamente, llevaba un tiempo barajando hacer una película sobre Robert Oppenheimer. De hecho, regaló un libro de sus discursos a Robert Pattinson cerca del final del rodaje de Tenet. Un encuentro casual que salió a la perfección.
Para bailar esto es una bomba
El nivel de detalle de Oppenheimer es, como suele pasar con el cine de Nolan, abrumador. Y quizá por eso el director se resistió tanto a que la película entrara en esa intentona de Warner en los tiempos del Covid de estrenar, al mismo tiempo, en cine y HBO Max y terminó marchándose a Universal, donde le daban libertad y cien millones de dólares de presupuesto que exprimió al máximo.
Y es que, a veces, no es necesario montar una explosión real de bomba atómica para que los detalles perduren en todos nosotros, aunque sea a nivel subconsciente. Es el caso de una pequeña lamparita en el despacho de Oppy que, de una escena a otra, cambia sin previo aviso. La cámara no se fija en ella, no hay un primer plano, nada hace sospechar lo que está pasando: el espectador debe inferir que han puesto un dispositivo espía de escucha en la nueva lámpara. Boom.
"¿Cómo puedo salvar a mi pequeño del juguete mortal de Oppenheimer?" ("How can I save my little boy from Oppenheimer's deadly toy?"). Esa fue la primera vez que el director escuchó hablar del creador de la bomba atómica, en una canción de Sting. Y en el fondo, tiene todo el sentido del mundo que del arte haya salido más arte. Oppenheimer es abrumadora, fantástica y única. Y además, te enseña a redecorar. Tú dirás.