No cabe duda de que Con la muerte en los talones es una obra maestra, pero todo empezó de una broma de Alfred Hitchcock, que más de una vez le contaba a los periodistas que quería hacer una película titulada El hombre en la nariz de Lincoln, protagonizada por Cary Grant, en la que este se escondía en el monte Rushmore, dentro de, precisamente, la nariz de Lincoln, pero le pillaban al estornudar. Lo más curioso es que de broma no tenía nada, y en un momento dado esperó al guionista adecuado para desarrollarla... Hasta que, por fin, gracias a un proyecto que no llegó a nada, conoció a Ernest Lehman.
Corre, que te pillo
Hitchcock estaba obsesionado con la idea de que los villanos trataran de matar al héroe utilizando un tornado, algo que el guionista nunca terminó de entender, por motivos obvios. La misma tarde que propuso la idea, y tras hablar bastante sobre el tema, el tornado acabó convirtiéndose en un avión. Y el resto de la escena ya os la sabéis.
Ese es, sin duda, el momento más épico de Con la muerte en los talones, pero hay otro que ha pasado a la historia del cine por algo que vemos de fondo. Se trata de un niño que trabajaba como extra y que, en medio de la confrontación, aparece tapándose los oídos segundos antes de que se dispare un solo arma. El motivo era que el plano se había repetido un buen número de veces y estaba notablemente harto del sonido, así que decidió tomar medidas.
No en vano se le atribuye a Hitchcock la frase "No trabajes con niños, ni con animales, ni con Charles Laughton". Este es posiblemente el único error visible de una película perfecta y ni mucho menos la empobrece. Todo lo contrario: solo demuestra que, además de ser un entretenedor nato, Hitchcock era, después de todo, humano.