Imagina que naces en una familia de pintores. Tu madre, además, es socialista, luchadora por los derechos y poeta. Tu padre, por su parte, es un pintor abstracto expresionista que, además, se revela como homosexual al poco de nacer tú. Lógicamente pensarás que el destino de tu vida es convertirte en pintor, ¿verdad? Pues Robert De Niro no lo tenía tan claro: a los 16 años se fue del instituto para emprender una carrera como actor. Al fin y al cabo, pensaba, si los actores que aparecían en las series de televisión lo hacían fatal, ¿cómo lo iba a hacer peor él?
Sal, ratita, quiero verte la colita
Aunque su primer papel importante fue en la película Saludos, la segunda cinta de Brian De Palma, él ya había hecho su debut tres años antes en una pequeña película francesa titulada Tres habitaciones en Manhattan, dirigida por Marcel Carné y que contaba la historia de amor entre una mujer americana y un hombre francés cuya pareja acaba de dejarle. Ambos se conocen en un bar, y la escena hoy en día carece de sentido porque todos nos estamos fijando en quién es el cliente que está sentado de fondo entre ambos: el mismísimo Robert De Niro.
De hecho, el papel le salió casi por casualidad: estaba en un viaje por Francia junto a su padre cuando le salió la oportunidad de hacer el papel de extra, ¿y cómo iba a rechazarlo? Tenía 22 años y no es que le llovieran las oportunidades precisamente. Eso sí, ese mismo año consiguió otro pequeño papel en Los raíles del crimen, y poco a poco fue construyendo su leyenda.
Ahora, con dos Óscar a sus espaldas y una carrera en la que nunca ha dejado de trabajar (de hecho, el año pasado fue nominado por Los asesinos de la luna a sus 80 años), De Niro ya mostraba total confianza y carisma en este primer papel sin acreditar. Todos los actores míticos tienen sus inicios, al fin y al cabo.