En la tercera película de la saga Harry Potter vimos, por primera vez, cómo el director habitual de la franquicia, Chris Columbus, se hacía por primera vez a un lado por puro agotamiento mental, dejando paso a Alfonso Cuarón. De hecho, fue también la primera vez que se abandonó la idea de hacer una película anual y pasaron a dedicarles 18 meses, para darles el tiempo que necesitaban. Eso hizo que Daniel Radcliffe y compañía no fueran creciendo de manera natural, sino que acabaran la saga pasando la veintena. Pero Harry Potter y el Prisionero de Azkaban fue un éxito tanto de taquilla como crítico: ¿Quién iba a resistirse a hacer una más?
Wingardium leviosá
Claramente en Warner estaban buscando un cambio de rumbo en la franquicia (¿por qué si no contratarían al director de Y tu mamá también?), y para ello primero se acercaron a Guillermo del Toro, que estaba deseando hacerse con las riendas pero tenía un enfoque similar al de una novela de Charles Dickens, algo que los productores no estaban buscando. Después se acercaron a Marc Foster, Kenneth Branagh, Callie Khouri... ¡E incluso M. Night Shyamalan! ¿Os imagináis lo que hubiera sido eso?
Finalmente se quedó Cuarón, que tenía un amor tan fuerte por el material original que incluso añadió un pequeño detalle en la escena en la que Hermione pega un puñetazo a Draco: si te fijas mucho, puedes ver, en un lado de la imagen, de manera diminuta, una mano metiéndose en el interior. Y coincidía exactamente con el momento en el que el trío de niños mágicos viajaban en el tiempo... y ponían la mano en ese sitio exacto. Si fue un fallo técnico, fue el más acertado de la historia.
A la postre, Harry Potter y el Prisionero de Azkaban se convirtió en la entrega menos exitosa de la saga (pese a lo que se suele pasar, solo dos de las ocho superaron los 1000 millones de dólares en taquilla), pero ha permanecido en los corazones de los fans como una de las más míticas... por motivos obvios. Da gusto cuando alguien quiere tanto a su material original, ¿no?
