Presentada en la Competición Oficial fuera de concurso, hoy se ha proyectado en San Sebastián la última película como director de Ben Affleck: 'Argo (Argo)', basado en la epopeya que vivieron un grupo de diplomáticos americanos intentando escapar de Teherán tras el asalto de la Embajada por los seguidores de Ayatolá Jomeini. Affleck, que se reserva el papel principal de la cinta: el del agente de la CIA que idea la huída del país de los asustados funcionarios, vuelve a confirmar lo ya demostrado en 'Adiós pequeña, adiós' y 'The Town. Ciudad de ladrones', es decir, que es un director con un instinto superlativo, capaz de despojar de todo artificio y/o ruido espectacular la narración en aras a delinear un relato de aroma clásico (no olvidemos que Affleck también es coguionista de la historia). Y es que si algo es 'Argo', por encima de todo, es una puesta a punto de los códigos y las formas del thriller americano de los años 70, ese que bordaron cineastas como Sidney Lumet, Don Siegel o John Frankenheimer. El resultado es un ejercicio de intensidad en vertical; una película que atrapa, noquea y deslumbra sin caer nunca en el exceso manierista o en el cliché formulista. Una obra de indudable gancho con el público –no conozco a nadie que no le haya gustado- que convence en su seriedad –y eso que no está exenta de algún que otro gag cómico-, en lo firme de sus planteamientos y en lo milimétrico de su ejecución. Una rara avis en el panorama del cine de acción contemporáneo, plagado de películas cuyo énfasis se haya en tratar de encontrar la imagen más espectacular posible, que configura un efectivo ejercicio de suspense a base de ponderar con inteligencia todos y cada uno de los pequeños detalles que habitan en la historia -la película da la misma importancia a los entresijos que se mueven en los despachos de la CIA como en los avatares que sufren los protagonistas tratando de sortear al ejército iraní-. El público la ha ovacionado.
Ben Affleck a su llegada al Kursaal
Argo
Ya a competición se ha podido ver esta tarde la última película de Javier Rebollo, ganador hace tres años de la Concha de Plata al Mejor Director por 'La mujer sin piano', la suicida, fascinante y desconcertante (para bien) a partes iguales 'El muerto y ser feliz (El muerto y ser feliz)'. Y es que esta road movie con enfermo terminal al volante –José Sacristán borda su papel de asesino a sueldo adicto a la morfina, casi parece un personaje creado por Jim Jarmusch o Bong John-hoo-, rodada a lo largo de seis mil kilómetros a través de territorio argentino, vuelve a situar a Rebollo como uno de nuestros cineastas más brillantes y atrevidos, desligándolo de una vez de esos referentes que tanto dominaban su obra en corto y lanzándolo como uno de los autores de mayor personalidad del cine contemporáneo. Todo esto lo digo siendo consciente de que 'El muerto y ser feliz' puede ser muchas cosas, pero no una película sencilla. Dominada de principio a fin por una voz en off poliédrica, bidireccional y que abarca distintos niveles narrativos, hay que saber ajustarse a ella para empezar a alucinar deshojando las capas que Rebollo (y Lola Mayo, no olvidemos, su coguionista) nos plantea a modo de malévolo crucigrama estético. La película, que empieza con un propósito homérico: la imposible huída de la muerte, tiende a la disolución a medida que los kilómetros van pasando. Ahí es nada: un viaje condenado al abismo, con una mano en la locura conradiana y la otra en la antropología herzoguiana, que se abre a un infinito abanico de posibilidades en su deambular físico y emocional por unas carreteras dejadas de la mano de Dios y del Diablo. Creo que a Orson Welles le habría encantado.
Música de fondo: Leonard Cohen
Alejandro G.Calvo