Lo dijimos en Cannes y lo repetimos ahora (uso el mayestático porque estoy algo conmocionado: acabo de salir del cine y ya estoy escribiendo): Holy motors de Leos Carax es un auténtico festín cinematográfico, una orgía de imágenes, símbolos y aullidos que redefinen la historia del cine y, de paso, siembra la semilla de lo que debería ser el cine del futuro. Película salvaje, de un ímpetu suicida y de una belleza tóxica que satura en cada nuevo concepto desarrollado, Holy motors deja a la mayoría de películas del 2012 a la altura de Pretty woman. La película cuenta la historia de un hombre destinado a vivir distintas vidas a lo largo del día, un viaje a través del tiempo, de los géneros cinematográficos –cada segmento responde a un estilo diferente: comedia, thriller, social, sci-fi, melodrama, musical…- y de la emoción más palpitante que igual provoca horror, risa, llanto, incomprensión o éxtasis, según sea la historia que se esté contando. Carax, que abre la cinta como “deus ex machina” –similar al prólogo que Lynch introdujo en Cabeza borradora, probablemente, la película con más concomitancias a Holy motors de todas las que se me ocurren-, se desnuda hasta de sus órganos internos para trazar una parábola sobre el fin del mundo (del cine) tal y cómo lo conocemos: un grito de rabia que derrumba valores morales (el padre que castiga a su hija por no ser sociable) y estéticos (esa maravillosa “Pietá” con Eva Mendes cubierta por un burka casero y el Sr. Mierda en plena erección) a la vez que nos sacude en un sinfín de imperativos narrativos a cuál más libre. Y ese sería un buen colofón para referirnos a la película: la libertad que emana Holy motors nos hace creer que aún podemos sentirnos desbordados ante la magia de un cine resucitado de sus cenizas.
Holy Motors
Y seguimos con cine raro. Ahora pasamos a la película póstuma del gran Raoul Ruiz: La noche de enfrente (La nuit d’en face) donde el realizador chileno regresa a su país de origen para trazar un cuento surreal a partir de los escritos del poeta Hernán del Solar (a mí me recordó también a la literatura futurista de Julián Ríos). Con ecos al delirio melancólico del primer Buñuel y un gusto barroco en la construcción de las historias que harían las delicias del último Fellini, la película es en realidad un diálogo con la muerte, lo que implica tanto hablar con los muertos en vida como con los fantasmas de un improbable futuro. Un relato que se adhiere al género fantástico desde su condición de cuento para niños culturetas –Jean Giono, Long John Silver y Beethoven son algunos de sus protagonistas- que diluye en una reacción alquímica imposible lo hilarante de un devenir argumental pícaro y puntilloso junto con la tristeza/belleza que implica el despedirnos de todo para abrazar lo inasible. Un recitado continuo que subraya la emoción del creador, del artista, del poeta (todo ello era Raoul Ruiz… y mucho más), que justifica la existencia humana a través del acto creativo, rimando continente y contenido, donde el cineasta demuestra con la cámara –en una producción prácticamente underground, con una imagen digital anacrónica de la que Raouiz extrae gemas de genialidad- que sigue siendo el mismo salvaje que firmó Hipótesis del cuadro robado (1979). Total.
Cerramos con una película española, Insensibles del debutante Juan Carlos Medina. Una curiosa aunque fallida obra cuyo mejor momento es un arranque ciertamente terrorífico: una niña quema viva a su hermana, mientras que un niño se inflige heridas y se alimenta de su propia carne. Tras él la película relaja formas, aunque sin cejar nunca por su gusto en lo macabro, acercando el relato de horror puro a ese cruce de melodrama de la guerra civil y cine fantástico de raigambre naturalista, que tanto gustó a la gente con Pa negre (o incluso con El espinazo del diablo). Demasiado seria, demasiado rigurosa y algo descompensada en su construcción en flash-back: mientras que en el presente un enfermo terminal trata de encontrar a sus padres biológicos, las imágenes del pasado cuentan la terrible historia de unos niños incapaces de sentir dolor. Medina logra, curiosamente, lo más difícil: el trazar una historia de horror creíble sitiada en mitad de la Guerra Civil; desinflándose en la historia del joven cirujano avocado a rebuscar entre el pozo de las miserias de sus raíces.
Música de fondo: Kylie Minogue
Alejandro G.Calvo