En Caníbal el realizador andaluz Manuel Martín Cuenca (La flaqueza del bolchevique, Malas temporadas; ambas presentadas en San Sebastián) sigue los pasos de un psycho-killer granadino, cuya particularísima obsesión es la de asesinar mujeres para luego despiezarlas y, bueno, cocinarlas y comérselas. Bajo dicha premisa, y tomando como referente la novela homónima de Humberto Arenal, uno podría pensar que estamos bien ante un thriller cañí o una horror movie cercana al exploit; sin embargo la película de Martín Cuenca toma una dirección bien diferente. Huyendo tanto de lo grotesco como de la espectacularización de la violencia -apenas hay sangre en la película y la mayor parte de la barbarie ocurre fuera de plano- Caníbal se muestra al público como una tóxica historia de amor -la que emprende este sastre metido a asesino en serie, tan metódico en el corte y confección de trajes como en el desmembramiento de sus víctimas- que mira tanto al suspense mórbido de Alfred Hitchcock como a la perversión psicológica de la obra de Luis Buñuel. Eso, junto a la magnífica presencia de Antonio De La Torre como principal protagonista, serían las principales bazas de una película con una puesta en escena impoluta, que combina con inteligencia los medios tiempos del cine de autor contemporáneo con esa impronta gélida que resulta de mezclar acciones bárbaras mediante una narración atonal, con escasísimos diálogos y únicamente pendiente de radiografiar la rutina diaria del protagonista (el punto de vista del asesino es el único que se muestra en el film). La pega, claro, surge porque pese a la tremenda coherencia con que se plantea la obra, tanta frialdad acaba por desinflar sus últimos compases. Una opción lógica y valiente que no evita cierto desapego del espectador frente a una resolución a la que le falta el punch necesario para noquearlo. Está claro que Martín Cuenca es un cineasta a la caza de una mirada propia, si sigue trabajando en esta línea muy pronto la encontrará y entonces nos dará esa obra maestra a la que lleva apuntando desde hace años.
Caníbal
También en sección oficial competitiva se presentó Mon âme par toi guérie, última película de un clásico de San Sebastián: el realizador francés François Dupeyron. Jamás he entendido la obra del firmante de aberrantes títulos como Clandestino -¡donde llegaba a filmar su propia sombra!- o El señor Ibrahim y las flores del Corán, y esta nueva película no parece que vaya a hacerme cambiar de opinión. Y es que por más que posea buenos intérpretes -Grégory Gadebois, Céline Sallette, Jean-Pierre Darroussin- y una historia con posibilidades- un hombre descubre que puede sanar a las personas con sólo poner sus manos sobre ellas-, la película se pierde en zarandajas de improbable buen gusto que van desde el horroroso uso de la música, la impostación de unas ensoñaciones en blanco y negro absurdas de pies a cabeza, así como unos diálogos presuntamente poéticos que ni siquiera tendrían cabida en una película de Isabel Coixet (aquí igual me he pasado). Para colmo Dupeyron se empeña en quemar los fotogramas filmando siempre el sol a contraluz- ¡qué mal entendieron a Terrence Malick algunos!- y se atreve a ponerse moralista con sus personajes en función de las decisiones que van tomando. El buen gusto del director podría calibrarse, simplemente, con la escena en la que muestra a un hombre desangrándose por el ano, envuelto en toallas empapadas en sangre mientras aúlla de dolor. Mal, muy mal, fatal.
Mon âme par toi guérie
Cerramos con otra película a competición: la venezolana Pelo Malo de Mariana Rondón. Paradigma del cine social de bajo presupuesto -actores no profesionales, buenas intenciones, temática comprometida, etcétera-, la película cuenta el difícil despertar (homo)sexual de un chico de nueve años así como las dificultades de la madre para sacar, ella sola, la familia adelante. Vista la película los tres adjetivos que me vienen a la mente son realmente temibles: pequeña, bonita y ligera, es decir, bastante anodina y fácilmente olvidable. Ello no quiere decir que la directora no posea un buen ojo para la puesta en escena -la mejor de ellas: la abuela cantando “Mi limón, mi limonero”- o que la película no logre transmitir con corrección el drama humano que se cuece en la trama. Es, simplemente, que me parece que no tiene la suficiente hendidura como para dejar huella en mi atrofiada mente de espectador compulsivo.
Pelo Malo
Alejandro G. Calvo