Lo reconozco: tengo devoción infinita por Only Lovers Left Alive (así como por el cine de Jim Jarmusch en general). Por lo que el hecho de tenerla a competición oficial en Sitges ha sido, cómo decirlo, una auténtica fiesta para el que esto suscribe. Jarmusch desborda con su imaginario vampírico moderno, perfecto caldo de cultivo para reflexionar (y divertirse) sobre la condición humana desde la privilegiada perspectiva de alguien que ha vivido cientos de años. La pareja de vampiros-estrellas de rock interpretados por Tom Hiddleston y Tilda Swinton lanzan una mirada impenitente al mundo que nos rodea, ellos prácticamente desprecian a los humanos, y abrazan la vida a través de la única belleza que permanece indemne a lo largo de los años: la música, los libros, el cine y la ciencia (el arte en general). Ahí están esos planos a lo Godard donde se recorren páginas y páginas de todo tipo de obras (y en distintos alfabetos) literarias o ese particular mausoleo de fotografías de artistas y científicos con el que el chupasangres Adam decora su pared -tiene su aquél a La habitación verde de Truffaut-. Jarmusch tergiversa la mitología vampírica para retratar a estos desclasados que consumen sangre como quién se pica un chute de heroína, mientras nos habla sobre la condición del artista en tiempos donde vende más una teta flácida de Miley Cyrus que un hipotético final para "El hombre sin atributos". Cómo serán de inteligentes estos vampiros que prefieren deambular por las calles de Detroit y Tánger -hay pocos directores que filmen ciudades de una forma tan bella e hipnótica como Jarmusch- que interrelacionarse con los "zombies" que las habitan (terminología con la que Adam se refiere a los humanos). Con un pie en ese humor extraterrestre que ha caracterizado toda su obra desde los tiempos de Permanent Vacation y con otro en el romanticismo exacerbado que le otorga el coqueteo genérico, Only Lovers Left Alive es una película total, perfecta, histórica. Nadie debería dejar de verla y disfrutarla.
Only Lovers Left Alive
Es innegable que Mucho ruido y pocas nueces (Seven Chances) es un capricho de autor con el que Joss Whedon ha querido oxigenarse tras el tsunami que supuso, a todos los niveles, la excelente Marvel Los Vengadores. Para ello se ha rodeado de viejos conocidos de su obra, tanto cinematográfica como televisiva (Nathan Fillion, Clark Gregg, Amy Acker, Alexis Denisof, etc), reformulando el clásico de William Shakespeare "Mucho ruido y pocas nueces", que ya fuera llevado al cine con buen tino por Kenneth Branagh en 1993. Respetando sus diálogos originales pero contextualizándolos en la era actual, Whedon convierte a los protagonistas en ejecutivos adinerados -burgueses del Siglo XXI- sometiéndolos a las tórridas pasiones de esta, por otra parte, sublime comedia atemporal (algo similar hizo en su día Michael Almereyda con su reivindicable Hamlet). La anacronía premeditada que desprende el ver a los personajes declinar los diálogos del Bardo de Avon, sumándole la fotografía en HD y blanco y negro, acaba funcionando por pura empatía con el espectador. Ni Whedon ni nadie podría evitar que Mucho ruido y pocas nueces quede recordada como lo que es: una película pretendidamente arty, algo pija, y accidentalmente simpática del cineasta que nos entregara Firefly, Buffy Cazavampiros y la mejor película de la factoría Marvel. Ahora lo que toca es que Whedon se centre y se supere a sí mismo con la esperadísima Avengers: Age of Ultron. Si le sale bien, por mí puede ponerse a adaptar en sus ratos libres a Dante, Joyce o Carlos Ruiz Zafón (por ejemplo), que a mí me seguirá teniendo, como siempre, de su lado.
Mucho ruido y pocas nueces
De la maratón interminable de títulos vistos en la Secció Oficial Fantàstic escojo para cerrar texto Cheap Thrills del cineasta norteamericano E.L. Kratz. Planteada como comedia negra pero de corazón salvaje y cruel, la película cuenta el chantaje continuo al que se someten dos parias sin recursos a cargo de un multimillonario excéntrico -David Koechner, sospechoso habitual de la Nueva Comedia Americana, borda su mefistofélico papel con grandes dosis de socarronería y mala leche-, emperrado en llevarlos al límite de toda ética -cortarse un dedo o defecar en la casa del vecino son algunas de las pruebas que les manda- mientras los va rociando con billetes de cien dólares. El absurdo de las acciones evitan que la película se muestra como el auténtico film de horror puro que es -está más cerca de Funny Games que de cualquier comedia de Judd Apatow-, convirtiéndolo en una fruta envenenada para el espectador (ya no digamos para los personajes) que, sin embargo, puede sentir el placer de deleitarla sin ser continuamente asfixiado por la dureza de sus imágenes (lo habitual en la obra de Haneke).
Cheap Thrills
Alejandro G. Calvo