El cineasta sevillano Alberto Rodríguez regresa a San Sebastián –aquí presentó tanto Siete vírgenes (2005) como El traje (2002)- con una de las películas más esperadas del certamen y, por extensión, con una de las obras más potentes que nos haya dado el cine español este año: La isla mínima. Director en crecimiento constante, autor de ese tan fabuloso como terrorífico drama generacional llamado After (2009) como de la reformulación del policíaco nacional gracias a Grupo 7 (2012) –únicamente le hace sombra en el género el gran Enrique Urbizu-, entrega con esta nueva película su obra más ambiciosa: un thriller de tintes psicológicos donde la topografía de la zona retratada parece condicionar los brutales comportamientos de los protagonistas –una rima que muchos han corrido a comparar con la exitosa serie True Detective (2014), pero que se podría ampliar a tantos otros hits del género, de Seven (1995) a El corazón del ángel (1987), de Memories of Murder (2003) a Todo por la pasta (1991)- que sirve tanto como una adictiva pesadilla fílmica de aire enrarecido como de retrato mórbido de la España post-franquista en la que se desarrolla la acción.
La película sigue los pasos de la investigación criminal que lleva a dos policías madrileños –Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo- a un pequeño pueblo en las marismas del Guadalquivir para atrapar a un sádico asesino de chicas jóvenes. Rodríguez trata de ahondar en las entrañas de la psicología de sus personajes mientras son agredidos tanto por la violencia de los asesinatos en sí como por el hermetismo al que se cierra un pueblo demasiado asustado de sí mismo. Si bien la construcción, digamos, de carácter antropológico, de la obra logra calar gracias a su estilizada puesta en escena y lo bien medidos que están sus tiempos muertos, el cuerpo de thriller pasiego da algún que otro bandazo debido a lo forzosamente alambicada que resulta la investigación. Con todo, una poderosa película que emula las formas del cine americano sin despeinarse y que se alza como una de las grandes sensaciones cinematográficas de este final de temporada.
Ya hablamos de Mommy, lo último de Xavier Dolan -ya saben: el enfant terrible (24 años) de Québec que es mimado por críticos y programadores de festivales por todo el planeta-, a su paso por Cannes donde, dicho sea de paso, fue de lo mejor visto en la Sección Oficial y que acabó compartiendo galardón (Prix du Jury) con, ejem, el último Jean-Luc Godard, la cósmica Adieu au laungage (2014). En Mommy Dolan nos ofrece un brutal retrato de madre abnegada ante la enfermedad bipolar de su hijo y la complicidad de ambos con una vecina a la que la vida acaba de someter a la mayor tragedia posible. Dicho así suena a dramón histérico, pero dicho material en las manos de este cineasta tan fetichista como desbocado, se convierte en una elegía hacia el amor en cualquiera de sus vertientes más entregadas: maternofilial, romántico, la amistad sin ambages... Un delirio pop que esconde en su interior una joya estética derivada del juego de formatos en la proyección -cuando suena el corte de Oasis, “Wonderwall”, no digo más-, al que es imposible resistirse. No hablo en broma, un argumento de este calibre, por bien que estén los intérpretes, no suele ser del gusto de este cronista. Pero Dolan logra convencer por la vía de la emoción más estridente hasta tumbar por KO al espectador más escéptico. O lo que es lo mismo: un espectador exigente no suele aceptar según qué tipo de excesos, ya sean narrativos o dramáticos. Sin embargo Dolan los ha integrado de tal forma en la espina dorsal de su dramática que a uno le es imposible separar el contenido del continente. Dando como resultado una película que logra subvertir sus principales taras convirtiéndolas en armas de lo más afiladas. Convenciéndonos a todos de que este joven e insolente cineasta tiene mucho más talento del que creíamos.
Alejandro G.Calvo