Aquí empieza la revolución. Magical Girl llegó a San Sebastián y nuestras vidas nunca volverán a ser las mismas. Su autor: Carlos Vermut, dibujante de cómics -fabulosos también, miren El banyan rojo o Cosmic Dragon-, convertido en director de cine 'low cost' con la asimétricamente bombástica Diamond Flash (2011), ha dado un paso de gigante con esta segunda película. Un puzle de piezas melladas y roídas -muchas de ellas, perdidas- que une en fatal destino a un viejo pederasta, a una mujer bipolar (y masoquista) y a un sufrido padre cuya hija padece leucemia. Un trío de personajes sometidos a los caprichos del demiurgo, viajando del cine de terror a la comedia negra (incluso necrótica), del costumbrismo madrileño (Almodóvar) a la representación de los bajos fondos del ser humano (Buñuel).
Aunque probablemente la huella de Vermut haya de seguirse más por la vía del cómic -lo cuenta en nuestra entrevista-, principalmente, de Daniel Clowes (Un guante de seda forjado en hierro, incluso hay algo de Wilson) y Charles Burns (al fin y al cabo Bárbara Lennie se pasa media película con una raja abierta en la frente). Aunque si algo me quedó claro tras hablar con Vermut es que pensar en referentes puede llegar a ser un ejercicio superfluo, inane. Y es que desde que debutó Pedro Almodóvar en 1980 con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón no había habido otro autor español con una mirada propia tan poderosa (aunque si queréis podemos seguir jugando con referencias: ¿El Carlos Saura de Ana y los lobos (1973) y Mi prima Angélica (1974)? ¿El Georges Franju de Ojos sin rostro (1960)? ¿El Pedro Olea de Pim, pam, pum… ¡fuego!? ¿El Hal Hartley de cuando era bueno Hal Hartley? ¿La última mutación de David Cronenberg?).
No hay trama central en Magical Girl o, al menos, no la hay en apariencia. A Vermut le gusta contar de donde vienen sus personajes para, más tarde o más temprano, hacerlos chocar con la violencia de un tsunami azotando un chiringuito de playa. Con el patetismo como bandera elegíaca los anti-héroes que protagonizan la obra se arrastran por el submundo madrileño mientras suena Manolo Caracol destinados a enfrentarse en un todopoderoso final, casi con aires de western, tiroteo incluido. Vaya, una auténtica barbaridad. Ya no es que sea la mejor película que se haya visto en el Festival, sino que es una de las películas más importantes de los últimos años. Aquí hay cineasta para rato.
Alejandro G. Calvo
Tras títulos como Tout est pardonné, Le père de mes enfants y Un amour de jeunesse, la francesa Mia Hansen-Løve ha presentado en San Sebastián su nueva película, Eden, esta vez ambientada a principios de los años 90 con la música electrónica 'garage' como telón de fondo. El protagonismo recae en Paul (Félix de Givry), un joven DJ que está dando sus primeros pasos en la noche parisina y que, mientras coquetea con la cocaína, crea un dúo con su mejor amigo llamado Cheers. Poco a poco empiezan a encontrar su sitio, y de Francia viajan a EE.UU en un ascenso vertiginoso y peligrosamente efímero.
En un intento por condensar la euforia de la década de los 90, Hansen-Løve construye un filme adictivo que, en su conjunto, recuerda a la Divina Comedia escrita por Dante Alighieri. Así, la primera parte de las peripecias de Paul representa la exaltación o sublimación del éxito -el Paraíso, de ahí el título de la película-, mientras que, según avanza el metraje, el espectador asiste a su Infierno y su Purgatorio profesional, e incluso sentimental. Porque Eden es también la vida de un joven incapaz de construir una relación amorosa sólida a lo largo de los años, desde su adolescencia hasta la edad adulta. Pero no es todo, ya que la realizadora gala también enfrenta en sus imágenes a la Francia burguesa y a la proletaria y plantea interesantes preguntas morales y hasta de tintes metafísicos: "¿El éxito acaba pasándonos factura?", "¿Es su cualidad finita la que lo hace tan especial y único?", "¿Tiene el arte fecha de caducidad?". Todo, bañado por guiños nostálgicos y contemporáneos a la cultura popular -Showgirls, El silencio de los corderos, Beyoncé- y especiado con cameos de Greta Gerwig y hasta del dúo de música electrónica Daft Punk.
En Félix & Meira, el canadiense Maxime Giroux (Demain, Le rouge au soul) nos presenta la historia de Meira (Hadas Yaron), una joven judía ortodoxa, esposa y madre de una niña, que desconecta de su matrimonio y se rebela en secreto contra su fe. Escucha música 'soul' y, a espaldas de su marido, toma píldoras anticonceptivas para no quedarse de nuevo embarazada. El binomio lo completa Félix (Martin Dubreuil), un hombre solitario por el reciente fallecimiento de su padre que, intrigado por esta mujer, espera que su devoción religiosa le ayude con su pérdida. Ella lo rechaza, pero pronto comienzan a reunirse en secreto y la rutina multiplica los deseos de Meira por llevar una vida fuera de las restricciones del judaísmo. Su marido sospecha y a ella se le agotan las opciones: dejar su comunidad o resignarse.
El problema más grave de Félix & Meira es que Giroux nos la vende como una historia de amor cuando, en realidad, parece más una relación de mútuo beneficio, una vía de escape con la que ambos protagonistas salen ganando. Un refugio momentáneo. Un 'stop' ante tanta insatisfacción. Su idilio no resulta verosímil y, por ende, tampoco la trama de la película. Casi es más fácil empatizar con Shulem (Luzer Twersky), el marido de Meira que, a pesar de su frialdad, acaba poniéndose en la piel de su mujer.
La muy superior Gett, el divorcio de Viviane Amsalem, también sobre la mujer oprimida por la ley hebrea, completa la trilogía de los hermanos Shlomi y Ronit Elkabetz tras To take a wife (2004) y Los siete días (2008). En las tres cintas aparece el personaje de Viviane Amsalem, papel interpretado por la misma Ronit Elkabetz. Hace años que el personaje se ha separado de su marido, Elisha, y ahora lo único que desea es un divorcio legal para no convertirse en una marginada social. En Israel, el divorcio sólo es posible si el marido da su consentimiento, pero Elisha no está dispuesto a aceptarlo. En definitiva, una auténtica delicia que adquiere formas trágicas, cómicas y hasta kafkianas y que en 2015 competirá por los Oscar.
Tampoco podemos olvidarnos de La sal de la tierra, el documental sobre el fotógrafo brasileño Sebastião Salgado dirigido por el hijo de este, Juliano Ribeiro Salgado, y el alemán Wim Wenders (El cielo sobre Berlín, Pina). La cinta explora la figura del autor de Terra y Éxodos y, aparte de descubrirnos detalles sobre su vida privada y familiar, intenta explicar su evolución de la fotografía social y comprometida a su último proyecto, Génesis, enfocado al descubrimiento de aquellas partes del mundo que aún permanecen vírgenes para la civilización moderna; lugares como la isla de Wrangel en Siberia o la Papúa Occidental.
Las impactantes fotografías de Salgado -comentadas por él- constituyen el principal reclamo del documental que, además de los retratos en blanco y negro salidos de su Leica, incorpora instantáneas nunca vistas de su vida en París y detalles íntimos de su padre, mujer e hijos. Pero Wenders consigue dar un paso más allá y también estudia la tensa relación de Sebastião con Juliano, reavivada gracias al salto cinematográfico de su obra. Una oportunidad única para hablar de tú a tú con uno de los mejores fotógrafos de nuestro tiempo y un canto inequívoco a la vida y a la naturaleza como respuesta a los horrores más atroces cometidos por la humanidad. El análisis de La mina de oro de Serra Peladate dejará sin habla.
Santiago Gimeno