Lo que era una fiesta ahora es una rave descontrolada. Cuarenta películas a competición oficial –cuento inauguración y clausura-, catorce secciones paralelas, ocho jurados, más de 180 títulos (sin contar las de Brigadoon)… El Festival de Sitges, sin duda, el más divertido de todos los que se realizan en la península, ha dejado de ser un escaparate exquisito de lo mejor del cine fantástico para convertirse en el gran videoclub del cine de género contemporáneo. Normal que los cronistas anden como pollos sin cabeza cuadrando horarios a todas luces imposibles de cumplir. Esto es una fiesta de locos convencidos, la particular misa del gallo de todos los creyentes del fantástico y, como buenos miembros de la logia, ofreceremos nuestro cuerpo en sacrifico para poder ver lo máximo posible aún a riesgo de desfallecer en el intento.
Inauguró Jaume Balagueró, un clásico del festival, con la que se supone es el cierre de la exitosa saga REC –al fin y al cabo la última palabra la tendrá el productor, Julio Fernández, no los realizadores-. Con Manuela Velasco de nuevo en el proyecto –nuestra particular scream queen patria es de lo mejor de la película-, REC 4 traslada el virus-posesión de marras a un nuevo espacio cerrado: un barco mercante que se convierte en el particular laboratorio donde tratar de erradicar la enfermedad. Pelín descafeinada y con más de una solución argumental de llevarse las manos a la cabeza, la película no tiene mayor ambición que la de ser un divertimento exclusivo para los afines al género -magnífico mono a la parrilla-. Lejos de la comedia desenfrenada que implicó el film anterior, Balagueró trata de imponer cierta mirada clásica sobre el subgénero zombie sin tampoco descabellarse demasiado –está a años luz de su anterior película, la magnífica Mientras duermes (2011)-, y así tirando de veteranía y de su cum laude de las formas del terror, lanza una película simpática a la que tampoco merece la pena buscarle más vueltas.
Mucho más interesante e inquietante resultó The Babadook, de la actriz australiana convertida en directora Jennifer Kent. Un relato de terror absorbente que convierte al hombre del saco –el susodicho Mister Babadook- en un ser real que aterroriza a una viuda y a su acelerado hijo de siete años. Lo que empieza como un juego psicológico sobre la imaginación desbordante del niño acaba por convertirse en puro horror vacui cuando el monstruo cobra forma. Un cuento perverso sobre la maternidad con momentos eléctricos y un cierre de ovación. De lo mejor que he visto en terror este año.
El bajón, importante, vino con The Quiet Ones, enmarcada en la descorazonadora nueva etapa de la Hammer y dirigida por John Pogue, ojo al dato, guionista de US Marshalls (1998) y Ghost Ship, barco fantasma (2002) –nada bueno se auguraba-. Película de posesiones demoníacas basada en unos supuestos hechos reales, la obra retrata la terapia a la que un “mad professor” y sus estudiantes someten a una joven trasunto de la Regan de El exorcista (1973). Un diálogo entre ciencia y ocultismo sometido bajo todo tipo de estridencias y trampas argumentales más pendientes de su propio efectismo que de causar cierta sensación de credibilidad. Lo único salvable de la obra es ver al gran Jared Harris como un tan seductor como enloquecido maestro de ceremonias.