Jornada a rememorar en el futuro, hoy Sitges vivió una experiencia en toda regla con la proyección de The Final Girls, una mezcla tronchante de El último gran héroe, Wet Hot American Summer y Viernes 13 (tal era la excitación a la salida que muchos corrían a comparar con La cabaña en el bosque, uno de los hits más remarcables del género en los últimos años). Así, mientras buena parte de la concurrencia se encontraba en el Auditori tragándose la abigarrada película X de Gaspar Noé, en la sala Tramuntana arrancaba The Final Girls del realizador norteamericano Todd Strauss-Schulson –que en su currículum aparece como firmante de Dos colgaos muy fumaos en Navidad-, un film que mezcla con tanta inteligencia como ironía el formato de obra metacinematográfica –los protagonistas de la película se ven lanzados al interior de una película de terror de los años 80- junto con la revisión paródica del slasher de toda la vida –el villano, machete en mano, es algo así como una versión en clave South Park de Jason o Michael Myers-.
Con un reparto que incluyen nombres de la talla de Malin Akerman, Taissa Farmiga, Nina Dobrev o Thomas Middelditch, Strauss-Schulson se acerca al metagénero al igual que lo hiciera John McTiernan en El último gran héroe: se sirve de los márgenes (fílmicos) y los códigos (lingüísticos) para crear un seguido de gags en cascada que sirve tanto para reírse de lo maniqueo del género como para homenajearlo –hay un momento en la cinta que una chica dice: “¿Qué puede haber más desagradable que ver una película de terror rodeada de nerds?” Y el público de Sitges, claro, aplaudió a rabiar-. Así los protagonistas de la película-dentro-de-la-película siguen los estereotipos del cine de terror de los 80 –la guapa, la tonta, la dura, el chulo, el kumbaya- mientras que los que viajan al interior del film tienen los estereotipos del cine de terror contemporáneo: la traumatizada, la chica mala, la amiga cachonda, el nerd y el cachas sensible. Una bomba de relojería que se maneja a la perfección a través de flash-backs, ralentís y movimientos encadenados. No descubre nada que no sepamos, pero qué bien nos lo pasamos viéndola. Un hartón de reír.
Cambiamos de país y nos vamos a Turquía. Hablemos de Baskin de Can Evrenol. Otro de los platos, aparentemente, fuertes de la Sección Oficial. Con un arranque glorioso donde vemos a un bunch policial altamente macarra en un bar de mala muerte mientras rellenan una quiniela de la Liga Española –“¡Con el Albacete ni loco!”-, la película de Evrenol parece que puede ser capaz de llegar a desgañitarnos, en su mezcla de horror movie satánica con polis garrulos como víctimas. Sin embargo lo bueno de la cinta acaba en ese bar. Tras un diálogo divertidísimo que parece parodiar las partidas de póquer de Uno de los nuestros, los policías acaban subiéndose a la furgoneta –cantando una canción de la radio en una pieza que parece de Kikol Grau- en dirección a una casa donde la misa negra se entiende como un pandemónium de necrofilia, canibalismo y tortura extrema, no apta para todos los estómagos. Una pena que toda esta segunda mitad de la cinta busque más epatar con lo bizarro de sus imágenes que por lo que realmente cuenta (suena mejor escrito que visto). Y es que si el espectador se aburre mientras a un policía le obligan a fornicar con una mujer con cabeza de cabra, es que algo no acaba de funcionar.
Alejandro G. Calvo
Hará 25 años, cuando se pusieron de moda en el género las historias sobre extraños aparentemente amables que irrumpían en un núcleo personal, familiar o vecinal, Antonio Trashorras ya se dejaba ver por Sitges. Fuera como periodista, cortometrajista o ya debutante en el largo (ese reivindicable giallo que es El callejón), el madrileño se introdujo en el festival al cual regresa hoy con uno de esos relatos de tipos agradables que entran en las vidas de otros para vampirizarlas y destruirlas. Anabel (título que remite a Poe, y algo hay de él en el film) es un ejercicio de suspense claustrofóbico donde un elemento perturbador (el personaje de Enrique Villén, seguramente en su mejor rol para cine) se convierte en ubicuo e imprescindible para dos jovencitas sobre las cuales pesa la sombra de la desaparición de una tercera compañera de piso. Rodada en el propio domicilio del director y durante muchos fines de semana, Anabel hace de sus carencias presupuestarias una virtud logrando una asfixiante atmósfera aparentemente calma que va alcanzando un crescendo de mal rollo considerable. Low cost, sí, pero no en sus resultados de sentido homenaje al thriller psicológico setentero.
Suso Aira
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