Hace tan solo unos meses, en el año 2014, se produjo uno de esos milagros cinematográficos que la mayoría de los espectadores no han tenido el privilegio de presenciar jamás. Lo corriente y a lo que el público en su mayoría está acostumbrado es que el paso por las salas de una película cualquiera no genere una expectación que vaya más allá de la lógica promoción, de alguna recomendación crítica de los medios de comunicación y de las opiniones de los compañeros de trabajo en ese castigado descanso para el café. Lo normal es que los largometrajes, en general y pasado un tiempo prudencial, desaparezcan de la mente y de las conversaciones de aquellos que decidieron pasar un par de horas inmiscuyéndose en el mundo ficticio que se crea ante sus ojos. PeroOcho apellidos vascos no resultó ser una película cualquiera.
El cine español nunca se había enfrentado a un éxito tan arrollador y tan difícil de comprender como fue el que consiguió Ocho apellidos vascos. La comedia en nuestro país ha sufrido una evolución que muchos no han sido capaces de explicar y que a otros tantos ha dejado tan descolocados que, cuando han de enfrentarse a este género en una película española, han optado por la risa nerviosa antes que por la carcajada hilarante. En un repaso (demasiado) breve, se podría afirmar que, en lo que respecta al cine patrio, la comicidad parecía ser uno de esos talentos que se han visto infravalorados a lo largo de los años. En un intento por guardar las distancias, es importante recordar que de nuestras filas interpretativas han aparecido grandes, enormes actores cómicos que, si bien no han sido capaces realmente de enfrentarse al drama, ese género al que muchos se empeñan de forma errónea en calificar como cine serio, han logrado hacer llorar de risa a esos espectadores empeñados en mantener un rictus facial permanente.
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