Imposible olvidar la última vez que Steven Spielberg presentó película en Cannes (regresó como director del jurado en 2013 para darle la Palma de Oro a La vida de Adèle): fue con Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008). Hasta la fecha, la entrada más horrible a una sala de cine que yo haya vivido: codazos, sofocos, varias colas múltiples sin saber dónde narices estaba la adecuada… era divertido, en parte, por ver a tanto crítico veterano consagrado entrando a cabezazos para ver la que resultaría la peor película de Indiana Jones. Pues bien, hoy se repitió el armageddon a la entrada de Mi amigo el gigante: insultos (en varios idiomas), gritos por doquier y embudos de gente sudando a chorros por cualquiera de los accesos que daban paso al Gran Teatro Lumière. Esto es Cannes, tanto para la bueno como para lo malo.
Por suerte la proyección fue una auténtica delicia. Spielberg se adentra en el universo Roald Dahl, adaptando “El gran gigante bonachón” (1982), con máximo respeto, calzándose las formas del escritor británico en una simbiosis artística perfecta (mucho mejor que, por ejemplo, las que surgieron de El secreto del unicornio (2011)) y desbordando fantasía en cada plano. El cuento infantil ilustrado de Dahl no era precisamente fácil de adaptar, así que el estupendo trabajo de la recientemente fallecida Melissa Mathison (autora también de los libretos de E.T. El extraterrestre (1982) y La llave mágica (1995)) se ha cimentado sobre el hecho de situar en un terreno entre mágico -la fábrica de sueños del gigante es pura delicia- y romántico -la relación de amistad que se forja entre la niña (Ruby Barnhill) y el gigante (Mark Rylance)- el grueso de la acción dramática. Spielberg pone imágenes digitales de marcado estilo retro al relato, creando una atmósfera donde es fácil reconocer el imaginario más fantasioso del cine de Michael Powell y Emmerich Pressburger (el romanticismo naïf de A vida o muerte (1946) sería un símil bastante clarificador). La película exige al espectador que vuelva a creer en el cine, que sea comprensible que en nuestro mundo haya una tierra habitada por gigantes y que, en caso de darse a conocer, hasta la Reina de Inglaterra sería comprensiva con ello. Una paradoja imposible de aceptar en el zafio mundo real donde existimos, pero que en el cine de Spielberg es perfectamente creíble o, al menos, tan creíble como lo era en E.T., Hook (1991) o Parque jurásico (1993). Más cerca de cualquier película de Harry Potter (en clave luminosa) que de otras adaptaciones de Dahl, Mi amigo el gigante nos invita a creer que otro mundo -más bello, dickensiano y con finales felices- es posible. Así que, ¿por qué no intentarlo?
Pablo Larraín regresó a la Quincena de realizadores -siempre han apostado por él, aquí también presentó: Tony Manero (2008) y No(2012)- para presentar Neruda, más que un biopic del afamado poeta chileno, una suerte de juego narrativo centrado en la persecución del poeta (Luis Gnecco) a cargo de un prefecto de la policía (Gael García Bernal). Lo que debería ser un retrato del forzado exilio de Neruda por sus convicciones políticas, acaba convirtiéndose en un juego metalingüístico donde perseguidor y perseguido, gato y ratón, se juegan sus propios papeles en el rol de la obra. Tiene algo el film de Larraín, inusualmente contenido y con cierta tendencia a la abstracción poética, del romanticismo del thriller que Michael Mann le brindó a Dillinger, Enemigos públicos (2009) (liberado, eso sí, de cualquier tipo de tensión/acción). Denostadamente noir, ahondando en las dudas como líder del pueblo del poeta, planteando serios conflictos morales sobre su comportamiento público e íntimo, este también es un relato sobre la construcción de una imagen, puesto que Neruda siempre debe estar replanteándose quién demonios es: un líder político, un escritor ganador del Nobel, un mito avant-mortem o una figura fantasmática más fácil de idolatrar cuando menos se la vea. No es cómoda la mirada que Larraín deposita sobre Neruda, sacudiéndolo y confrontándolo continuamente, ni tampoco la que marca el quehacer del narrador, el prefecto Oscar Peluchonneau. Destinados a encontrarse, ya sean vivos o muertos, la película se prepara a ese efecto en una última media hora en clave de western nevado realmente alucinante. Es ahí, a los pies de los Andes, cuando los roles vuelven a girarse, donde Neruda acaba tocando techo y Larraín renovando su papel de figura clave del cine latinoamericano contemporáneo.
Fuera de concurso se presentó el nuevo documental de Rithy Panh, Exil, sobradamente conocido (en los circuitos cinéfilos) por sus devastadores retratos del genocidio orquestado por Pol Pot en Camboya. Si el lector nunca ha oído hablar de él, no lo dudes: corre a verS-21: La máquina roja de matar (2003) y La imagen perdida (2013), dos obras maestras impepinables, tanto por la forma como por el fondo. Y es que pocos realizadores en la historia del cine han sabido poner en escena el Mal (ese ente puro que todo lo destruye) de forma tan acertada (y escalofriante) como el maestro Panh (que además tiene una cuenta de Twitter muy chula). En Exil Panh regresa a su infancia a través de una suerte de pieza artística a lo Chris Marker, donde una voz en off deliciosamente lírica no deja de cuestionar la tergiversación de términos como “revolución” y “comunismo” -de la belleza moral del slogan a la cruda e insoportable realidad-, punteada por imágenes de archivo de la época pre-Pol Pot y por una representación a modo de video-instalación donde un joven imita el devenir de Panh de una forma un tanto naïf. Menos contundente y algo más forzada que sus anteriores películas, Exil funciona como un capítulo más en la continua reconstrucción del pasado de Camboya que el cineasta lleva haciendo desde que cogió una cámara por primera vez. La desgracia ya es imborrable para todos, pero los camboyanos pueden estar felices de contar con un cronista de la inteligencia, la sensibilidad y la audacia de Rithy Panh.
Día 1: Woody Allen (y Kristen Stewart) inauguran el festival con 'Café Society
Día 2: Jodie Foster presenta ‘Money Monster’, nuevo retrato de la corrupción y la crisis económica
Día 3: Frío y calor, entre la seriedad de Ken Loach y la locura de Bruno Dumont