¿Cómo empezar a hablar de una obra maestra del calado de Paterson de Jim Jarmusch? Si aún estoy conmocionado por el visionado (escribo a pie de cine). Empecemos por contar de qué va. Paterson (fantástico Adam Driver, sin duda, el Robert De Niro de su generación) es un conductor de autobuses en la ciudad que lleva su nombre en el condado de New Jersey. Vive con una mujer (Golshifteh Farahani) obsesionada con decorar su vida (la casa, la ropa, la comida) en blanco y negro (a franjas, en círculos, en símbolos) y un bulldog inglés llamado Marvin. Su pasión, por eso, es la poesía. Leerla, especialmente al poeta William Carlos Williams, y también escribirla. La película cuenta el quehacer diario de Paterson a lo largo de una semana, de lunes a domingo (es episódica igual que Ghost Dog (1999), con quien comparte sus gestos bressonianos), a través de sus mínimas variaciones: Jarmusch, como Abbas Kiarostami o Hong Sangsoo, es un maestro en el arte de la repetición. Los espacios son mínimos: el hogar, el autobús, el bar donde se relaja por la noche; los personajes, ibídem: la esposa, el jefe, el camarero. Y, así, mientras Paterson va tejiendo su poesía doméstica -en realidad los textos son del poeta Ron Padgett-, Jarmusch compone mediante pequeños gestos la manera que tiene de enfrentarse al mundo, más como un observador pasivo que como un ente activo, siempre en esa línea única que maneja el realizador de Down By Law (1986) de equilibrar la sensibilidad y el humor, de dotar de grandeza cósmica al más mínimo gesto. En Jarmusch todo es hueso, no hay carne, ni cartílago, ni nervio. Su ascetismo empírico va de los diálogos a la puesta en escena -lo máximo que se permite es lanzar un homenaje “avant la lettre” a un libro, una canción, un artista (o científico), casi como hacían los miembros de la nouvelle vague hace más de cincuenta años-, lo (aparentemente) anecdótico tiene importancia subliminal, la relaciones de los personajes nos hablan más de un concepto global que de algo particular -no se trata tanto de entender cómo son Paterson y su mujer, sino de revelar cómo el amor de la pareja se cultiva mediante el respeto y la admiración común- y la poesía surge de forma aún más natural por el propio fluir narrativo de la obra que por el recitado de los versos escritos. Jarmusch se pregunta qué es la poesía. Cómo se construye. Es algo íntimo o público. Y la respuesta en Paterson surge a pie de calle, mientras se toma una cerveza con un amigo, se va al cine con su pareja a ver La isla de las almas perdidas (1932, Erle C. Kenton) o compara poemas con una niña también aficionada a la escritura. En fin, una auténtica maravilla que, por ahora, no tiene distribución en España. Nuestra Palma de Oro.
No vi Midnight Especial (2016) -también con Adam Driver, por cierto-, película que se presentó en Berlín hace unos pocos meses, pero sí soy fan entregado tanto de Take Shelter (2011) como de Mud (2012). Así que esperaba con ansias Loving, quinta película del realizador norteamericano Jeff Nichols, un hombre que se mueve entre la tradición y la modernidad sin resultar ni anacrónico ni pretencioso, buscando siempre encontrar la puesta en escena más adecuada al relato que tiene entre manos (también es el autor de todos sus guiones). En Loving, Nichols recrea la historia real de una pareja interracial en la América profunda de los años 50 y 60. Residentes en un pueblo de Virginia, donde el matrimonio entre blancos y negros está castigado con la prisión o el exilio, Richard (Joel Edgerton) y Mildred (Ruth Negga), con la única intención de vivir juntos en familia, deciden saltarse la ley con la única intención de crear una familia en común. El caso, que acabaría sentando jurisprudencia y cambiando la constitución americana, es abordado por Nichols como si de su Matar a un ruiseñor (1962) se tratara. Y es que Loving se balancea entre el clasicismo americano de palo y la TV movie de qualité, un melodrama sin estridencias ni altibajos cuya escritura fílmica busca pasar desapercibida (Ken Loach tendría mucho que aprender aquí). El éxito de la cinta subyace bajo las imágenes mostradas: el cómo una gesta totémica que marca la vida de sus protagonistas está narrada renegando de toda épica. Como si el carácter natural, entre cariñoso y garrulo, de sus protagonistas contagiara la dramática de la obra. Una opción estética encomiable y que da sentido a la película en sí misma, convirtiéndola en algo a contracorriente y, supongo, también necesario.
Cerramos con la decepción de la jornada (de hecho, la vimos el sábado, pero he necesitado unos días para digerirla): American Honey, lo nuevo de la realizadora británica Andrea Arnold. La propuesta es la siguiente: seguir el devenir de una joven (de no muchas luces) a través de los EEUU como integrante de una troupe de chavales hedonistas (y con similar coeficiente intelectual) y enamorada de un gañán de primera calidad (Shia Labeouf). Así entre música trap, bailes espontáneos, sexo rápido, porros y alcohol, Arnold busca desmitificar el sueño americano poniéndose del lado de esta juventud sin futuro, sin dinero y sin sentido. La película podría funcionar tanto como un remake redneck de Yo soy la Juani (2006) o como una nueva vuelta de tuerca a lo ya enseñado por cineastas superiores como Larry Clark, Kelly Reichardt o Harmony Korine -Spring Breakers (2012), a su lado, es como Ciudadano Kane (1941)-. Película sin rumbo y sin mucho que decir, más allá de captar momentos aislados de cierta belleza compositiva -Arnold no es mala realizadora, sólo tiene malas ideas-, lo cierto es que se hace intragable tanto por su extensa duración (160 minutos de perreo fílmico) como por lo incomprensible del devenir de la protagonista. Para el recuerdo sólo nos quedará la interpretación de la debutante Sasha Lane, cuya naturalidad y desparpajo convierte en digerible el visionado de la obra (mejor no hablar de Shia Labeouf). De lo más flojo en una sección oficial que está resultando de lo más brillante.
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Día 4: Spielberg desborda fantasía en la maravillosa Mi amigo el gigante
Día 5: Ryan Gosling y Russell Crowe lo parten con ‘Dos buenos tipos’