Se abre Que Dios nos perdone con imágenes de la Puerta del Sol, allí mimos y barrenderos se cruzan con amas de casa y turistas siguiendo su cotidianidad más absoluta. Es un verano de calor asfixiante y, para colmo, la ciudad empieza a llenarse de peregrinos por la visita del ex Papa Benedicto XVI. Y en medio de todo ello, dos policías, uno charlatán y propenso a estallidos de rabia (Roberto Álamo), el otro tartamudo y cohibido (Antonio de la Torre), tratando de cazar a un violador y asesino de ancianas. El policíaco español regresa con fuerza en las manos de Rodrigo Sorogoyen (Stockholm, 2013) en un trabajo que cuida tanto o más el escenario costumbrista donde se mueven los personajes que la propia investigación policial que vehicula el film.
Salían los periodistas del pase comentando las similitudes entre el film y la serie de HBO True Detective -Sorogoyen ya me ha contado que cuando escribió el guion no sabía ni que existía esa serie; su referente más directo, por el contrario, era David Fincher-: especialmente con el tándem policía violento / policía sagaz-pero-autista como narradores principales de la obra. Obviamente la distancia que separa la película de la serie es bastante ancha, principalmente porque en True Detective el horror casi va ligado a un terreno místico, y en Que Dios nos perdone se busca una mirada realista sobre cada acto dramático mostrado en la pantalla. La película está escrita de forma afilada -hay réplicas de guión que son soberbias- y si tiene algún problema es que peca por exceso. Da la sensación de que no ha querido cortarse en nada Sorogoyen, al que se le escapa el film por momentos -especialmente cuando la película adopta el punto de vista del asesino, cayendo en lo escabroso y acercándose al cine de Christopher Lambert- pero sabiendo retener su esencia noir (con buenas dosis de carácter cañí) bien atrapada entre la plaza de Jacinto Benavente y la Ribera de Curtidores.
Alejandro G. Calvo
Lady Macbeth. Un poco más gótica y acaba en Sitges
Podríamos hablar de la imagen que se está dando de la mujer en esta 64ª edición de San Sebastián después de ver títulos como Orpheline de Arnaud des Pallières o esta Lady Macbeth, el debut del realizador de teatro británico William Oldroyd. Pero eso sería adentrarse en otro debate bastante más largo. El filme, adaptación de Lady Macbeth de Mtsensk del autor ruso Nikolai Leskov (El peregrino encantado, La pulga de acero), podría entenderse como una Cumbres borrascosas todavía más gótica. Un poco más, y habría acabado en Sitges.
Sonaba como la posible sorpresa pero ha terminado decepcionando. En la novela original se narra la vida de Katerina Lvovna, una joven hastiada por su matrimonio con un hombre que le dobla la edad. Todo cambia cuando conoce a Serguéi Filíppych, por el que siente una pasión devoradora. Aquí, por el contrario, la acción se sitúa en la Inglaterra de mediados del siglo XIX. Katherine, una electrizante Florence Pugh (The Falling), interioriza a la perfección el papel del personaje 'shakesperiano'. Una mujer en la que existe un conflicto, una batalla interior entre lo femenino y lo masculino, especialmente en la época de las hemanas Dashwood del Sentido y sensibilidad de Jane Austen o de la Jane Eyre de Charlotte Brontë. En todo caso, esta se parecería más a una Bathsheba Everdene 'wannabe' que consigue su estatus a través del derramamiento de sangre, la extorsión y el engaño.
Supone una grata sorpresa que Oldroyd se haya desviado del clásico relato romántico y que su antiheroína encarne la ambición, la crueldad y, sobre todo, la búsqueda y la acumulación de poder. No olvidemos que en la tragedia de El Bardo, Lady Macbeth incitaba a su marido a cometer regicidio para convertirse en monarca de Escocia. Pero en esta versión no se persigue la corona, sino más bien el derecho por la propia libertad y la pertenencia o propiedad de un hogar cuyas estancias nos enseñan una y otra vez, planos cíclicos y superlativamente teatrales que confieren una sensación de familiaridad escénica -Katherine en el sofá, Katherine tumbada en la cama, las motas de polvo abriéndose paso por la ventana.
Aún así, y a pesar de su valentía, todo se nos vuelve un poco falso. El 'amor' que siente la joven casada por Sebastian (Cosmo Jarvis) no es, por ejemplo, el que siente la Madame Bovary de Gustave Flaubert por el pasante León Dupuis. Sentimos pena cuando su suegro (sólo) espera de ella que le dé a su hijo descendencia. Pero nunca experimentamos ni su sufrimiento ni su sentimiento de culpa. Y esa falta de empatía es la que le resta poderío al resultado final aunque, de forma sutil, intuyamos un supuesto embarazo, su perdición por cómo se suceden los acontecimientos y su razón de ser si hacemos caso a los dictados de la época. Porque lo que acaba salvándola aquí no es el suicidio, como en la ya mencionada Madame Bovary o la Anna Karenina de Tolstoi, sino su fingida (y repudiada) femineidad.
El horror sin medida de Plac Zabaw (Playground)
Desconozco cuál era la intención del polaco Bartosz M. Kowalski cuando rodaba su ópera prima, Plac Zabaw (Playground), que también compite en la Sección Oficial del festival. Pocas veces me ha asqueado tanto una película y he sentido la repulsión que he sentido con ese desenlace que plantea el cineasta, supuestamente con la excusa de explorar la naturaleza del mal. No nos engañemos. Ya va siendo hora de que alguien dé un golpe sobre la mesa para que se deje de emplear la violencia gratuita en el cine como salvoconducto del morbo.
Playground, que en inglés significa "patio de juegos", está dividida en seis actos. Los tres primeros tienen como protagonistas a los pequeños y debutantes Michalina Świstuń (Gabrysia), Nicolas Przygoda (Szymon) y Przemysław Baliński (Czarek). Todos sus personajes, de uno u otro modo, se han visto obligados a madurar antes de tiempo, o al menos persiguen comportarse como adultos a una edad temprana. Gabrysia se maquilla delante del espejo porque cree que así Szymon la hará caso; este tiene a su cargo un padre en silla de ruedas, y Czarek, íntimo 'amigo' del anterior, vive agobiado junto a su madre -para él controladora-, su hermano mayor y otro, bebé, que duerme junto a él en su cuarto.
Hablábamos de espejos porque en Plac Zabaw es tan importante la imagen, la que se proyecta hacia el exterior -en este caso la de los jóvenes escolares-, como el reflejo de su "yo" interior. Aquello que esconden; aquello que carcome su alma y que ha infectado su pureza hasta el punto de su inexistencia. Es muy duro, dificilísimo, observar a criaturas que deberían desprender inocencia cometiendo crímenes atroces. Este filme no puede explicarse sin hablar de su final. Así que, si no quieres encontrarte con 'spoilers', no sigas leyendo.
Después de rechazar la propuesta de Gabrysia, pegarla y grabar como recuerdo el acoso, Szymon y Czarek secuestran a un niño más pequeño que ellos en un centro comercial. Simplemente por diversión. Lo llevan a un descampado cerca de las vías del tren, y aquí es cuando Kowalski se recrea sin motivo en un plano fijo larguísimo e infamante. No queremos ni explicarlo en detalle pero avisamos que, aunque lejano, es vergonzosamente explícito. No sólo por lo que muestra; también porque carece de sentido y sólo persigue perturbar e indignar.
Santiago Gimeno
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