Hace tiempo que Juan Antonio Bayona pertenece por derecho propio al establishment norteamericano. El realizador catalán abrazó las mieles del éxito con Lo imposible (2012) -una película que, reconozco, no me interesa especialmente-, firmó dos capítulos magníficos de Penny Dreadful (2014) y tiene en agenda dirigir la secuela de Jurassic World (2015), lo que prácticamente lo convierte en el director español con mayor proyección en Hollywood en la actualidad (aunque Jaume Collet-Serra también juegue en campo americano el alcance de sus películas es menor). Pero no tengo ninguna duda de que la película que lo va a encumbrar será esta emocionante Un monstruo viene a verme, adaptación de herencia spielbergiana de la novela homónima de Patrick Ness, que tras su estreno en Toronto ha llegado hoy a San Sebastián.
La película cuenta cómo un chico (Lewis MacDougall, visto en Pan: Viaje a Nunca Jamás (2015)) debe afrontar el horror absoluto de cómo un cáncer está acabando con la vida de su madre (Felicity Jones). Para ello, y como mecanismo de fuga, su mente acaba por inventar un monstruo bondadoso -con el look de un Groot gigantesco- que se le aparece siempre a la misma hora para contarle un cuento en forma de fábula de ambigua moraleja. Bayona no tiene miedo a la hora de abordar un drama de alto nivel melodramático entregándose sin miedo a la más pura fantasía. Todos los encuentros que el chaval tiene con el monstruo son momentos fantásticos (tanto a nivel genérico como a nivel espectacular), realmente impresionantes, coronados con una animación en acuarela de los relatos contados que son una auténtica maravilla. El drama está ahí, rasgando la puerta con uñas de hierro quebradizo, y el dolor cala en el espectador como la vida misma, pero la jugada le sale bien al firmante de El orfanato (2007), y logra equilibrar sus impulsos más lacrimógenos (que los hay) con la desbordante puesta en escena del monstruo y alrededores. Se habla mucho de Spielberg -yo mismo lo he hecho- cuando se trata de analizar la obra de Bayona, pero esta película está tan conseguida que casi os diría que el referente que le veo más directo es El rey pescador (1991). Si para la próxima logra rebajar aún más sus picos melodramáticos y confía más en la inteligencia del espectador -no hace falta mostrar a alguien agonizando cuando ya se sabe que tiene cáncer terminal- Bayona va a acabar haciendo historia.
Alejandro G. Calvo
Oliver Stone convierte a Edward Snowden en su altavoz ideológico
En La fiesta de las salchichas, la primera película de animación escrita por Seth Rogen que hemos podido ver en San Sebastián, una ducha vaginal controla los movimientos de un empleado de supermercado introduciéndose a través de su ano. Y lo mismo hace -aunque no por el mismo conducto- el director Oliver Stone en su última película, Snowden, con el famoso antiguo empleado de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia de Seguridad Nacional de EE.UU (NSA).
Joseph Gordon-Levitt, que ya hiciera del funambulista francés Philippe Petit en El desafío (The Walk), hace suyo el personaje del consultor tecnológico que, en junio de 2013, hizo públicos a través de los diarios The Guardian y The Washington Post documentos clasificados como alto secreto sobre varios programas de la NSA, entre ellos PRISM y XKeyscore sobre vigilancia masiva. No sólo calca su registro de voz, sino que hace creíble su evolución de un miembro del Ejército con ideas conservadoras a un hombre extremadamente idealista, un apasionado por la privacidad y la libertad en Internet y, en última instancia, un 'whistleblower' como Julian Assange y Hervé Falciani.
Si el documental Citizenfour de Laura Poitras logró el Oscar por su enorme valor social y político, Snowden acaba convirtiéndose, pese a sus cualidades, en un enorme altavoz a través del cual Oliver Stone berrea su ideología como un genuino 'puppet master'. El personaje lo tenía todo para cautivar al cineasta de Platoon, Salvador y JFK (Caso abierto), fascinado desde siempre por los marginados, los dementes y aquellos que no sólo siguen su propio camino, sino que además lo crean. Una vez más, critica salvajemente y satiriza el Imperialismo estadounidense y sus cloacas más infectas. Lástima que casi siempre tengamos la sensación de que es él quien habla en lugar de Snowden y que, encima, con la excusa de 'conocer' su faceta más personal, se adultere su figura y se acaramele hasta una caries mental infinita e insoportable. De hecho, el personaje de Lindsay Mills, la novia en la vida real del protagonista, interpretada por la actriz Shailene Woodley (Divergente, Bajo la misma estrella), lastra la producción en cada una de sus melodramáticas intervenciones. También merece un apunte la trama periodística que, con Zachary Quinto, Tom Wilkinson y Melissa Leo como puntas de lanza, se limita a un compadreo insípido con la única fuente de su investigación.
En el libro 'The Oliver Stone Experience', que salió a la venta a mediados de este mes, el crítico Matt Zoller Seitz no puede dar más en el clavo. "Los personajes de Oliver empiezan a parecerse a extensiones de Oliver Stone, la Casandra -en referencia a la hija de Príamo y Hécuba, reyes de Troya- de la cultura popular". Recuerda que el dios Apolo, a cambio de yacer junto a ella, le concedió el don de la profecía. Después, sintiéndose rechazado, la escupió para que la gente nunca más volviera a creer en sus pronósticos. Así pues, ¿hasta qué punto reaccionamos a Snowden legítimamente -como cuando expone el control que tenían las agencias sobre la información de millones de personas antes de que la USA Freedom Act restringiera en mayo de 2015 la Patriot Act de después de los atentados del 11-S de 2001- y hasta qué punto nuestra respuesta se cimienta en la escucha de un atractivo discurso de este flautista de Hamelín? Como poco, el debate está servido.
'Jesús': Dos generaciones separadas por un acto de barbarie
En la Sección Oficial de Zinemaldia de este año estamos asistiendo a varios títulos que indagan en la temática de crímenes cometidos por la juventud, así como en la ausencia de consecuencias de sus actos, e incluso en su falta de arrepentimiento. El último de ellos es Jesús, del director chileno Fernando Guzzoni (Carne de perro, Premio Kutxa-Nuevos Directores en el Festival), que retrata la sociedad de su país y, de paso, las sutiles pero abismales diferencias entre dos generaciones de una misma familia separadas por un acto de barbarie.
El protagonista del filme es Jesús (Nicolás Durán), un joven de 18 años residente de Santiago, en Chile. Este vive junto a su padre, Héctor (Alejandro Goïc), pero apenas se hablan y, cuando lo hacen en contadas ocasiones, acaban riñéndose. El adolescente es un 'nini' -ni estudia, ni trabaja- y sus únicas aficiones consisten en practicar actuaciones con su grupo 'amateur' de K-pop, ver la televisión o salir con sus amigos para consumir drogas, reírse con clips de asesinatos cometidos por narcotraficantes y practicar sexo en lugares públicos -que, por cierto, Guzzoni -que también firma el libreto- graba de un modo contundente y explícito. Todo cambiará cuando el hijo se vea envuelto en un incidente que pondrá a prueba la hasta entonces tirante relación con su progenitor pero, ¿acaso la sangre puede arreglarlo todo?
Aunque la trama suene a machacona, más aún en esta edición tan repetitiva argumental y tonalmente, el estilo de rodar del chileno consigue que Jesús se eleve por encima de largos tan polémicos en competición como el polaco Playground de Bartosz Kowalski. La cámara sigue a los individuos desde su espalda y se juega con la profundidad de campo -un plano desde dentro de un coche mientras Héctor, el padre, sale de su vehículo- para contagiar la vergüenza que sobrevuela sobre los protagonistas. Muchas de las escenas, algunas de las más violentas y hasta el abrupto desenlace, caen como puro ácido sobre los ojos del espectador para que este se quede sin habla, recupere el aliento y medite durante un fundido a negro. No obstante, y a pesar de la aflicción y la culpa -nos queda la duda de si son reales o si simplemente se basan en el miedo-, no pueden pasarse por alto ni su falta de profundidad ni las escasas pinceladas -casi arquetipos conceptuales- que dibujan a los personajes.
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