Al realizador norteamericano Steven Shainberg le conocemos principalmente por la soft-mórbida Secretary (2002), aunque hubo quién aplaudió aquél soporífero retrato de Diane Arbus con la cara de Nicole Kidman llamada Retrato de una obsesión (2006), y de la que yo ya sólo recuerdo a Robert Downey Jr en plan hombre lobo atormentado. En su nueva cinta, Rupture, decide sumergirse en un terreno más estrictamente de género para jugar con el horror y el thriller a costa de una estupenda Noomi Rapace (mucho más Ripley aquí que en Prometheus (2012)). La cosa va de explorar los miedos: una gente muy siniestra encabezada por el icónico Michael Chiklis, secuestran a una madre divorciada para llevar al límite su fobia a las arañas. El objetivo es bastante afín al festival: que el miedo sea tal que este acabe creando una reacción que la haga evolucionar alterando su código mutante (yeah). Como ella no es el único sujeto experimental, lo cierto es que Rupture -el título hace referencia al punto de "ruptura" en el que el miedo extremo logra crear la transformación- podría entenderse como una versión light de Hostel (2005) cruzada con Martyrs (2008), pero que trabaja más línea del thriller que la del terror puro. Al final, queda un entretenimiento bastante ameno donde lo más destacable, de largo, es el tour de force físico y psicológico de una tremenda Noomi Rapace. Una pena que Shanberg, en el fondo, sea tan conservador y el miedo que busque provocar a los protagonistas sea incapaz de ser transmitido al espectador.
Retrato de una masacre
El 1 de Agosto de 1966 Charles Witman, un ex marine de 25 años, saltó a la fama por ser el primer autor de una matanza en una universidad norteamericana. Armado con varios fusiles, subió a lo alto de la torre de la Universidad de Austin y durante noventa minutos se dedicó a disparar a diestro y siniestro, acabando con la vida de 19 personas. Cincuenta años más tarde, el realizador Keith Maitland ha querido abordar la masacre en Tower, un cruce entre documental de entrevistas con los supervivientes y una animación rotoscopiada, tomando como base los vídeos en 8mm y las fotografías que existen de la tragedia. El resultado es un film estimulante, más conseguido en la mezcla de formatos plásticos que en el análisis emocional del suceso -peca de melodramático en su último cuarto- que dejará su huella, ya no sólo de la matanza en sí misma, sino por su capacidad de dar respuestas a preguntas complejas como qué convierte a alguien en un héroe o si es válida la cobardía en situaciones imposibles. Además, arroja un dato que, al menos yo, no conocía: la cantidad de texanos que cogieron sus rifles y empezaron a disparar a lo alto de la torre, sin importarles que la figura que vieran fuera el asesino o los policías que trataban de derribarlo. El retrato de la cultura armamentística norteamericana vuelve a ser algo absolutamente demoledor.
Un asesino en la sala
Fue divertida la presentación en el Auditori de Museum de Keishi Otomo. El cineasta, que visitaba por primera vez en Sitges (aunque por aquí ya se habían visto sus Kenshin), invitó a la platea a un hombre encapuchado que vestía una cara de rana y que se dedicó a croar a los micrófonos, antes de hacerse un selfie con el respetable. Otomo avisaba: "Ahora le aplaudís, pero es un asesino brutal". Efectivamente, el villano de Museum -que adapta el manga homónimo de Ryousuke Tomoe- podría ser un copycat del de Resurrección (1999), aquella cinta escabrosa protagonizada por el añorado Christopher Lambert. Así que, la cosa va de psychokillers grotescos -los cadáveres vuelan en su primera media hora: criogenizados, devorados por perros, agujereados con agujas, desmembrados en partes simétricas, etc- y un policía obsesionado por cazarlo que acabará viendo como su propia familia es amenazada. Probablemente, para Otomo el referente fuera Seven (1995), pero lo cierto es que la película es tan exagerada que estaríamos más cerca, no sé, de I Saw The Devil (2010), por ejemplo. Y ya no es sólo que lo macabro trate de funcionar a base de chillidos descontrolados de los protagonistas, es que además la película está infladísima en el metraje -hay tantos flash-backs y subrayados que a uno le llega a explotar la cabeza- y acaba convirtiéndose casi en una sesión de tortura doble: al sufrido policía y al espectador que ya empieza a renquear frente a tanta casquería.