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    San Sebastián 2017: 'En realidad, nunca estuviste aquí' derrocha violencia brutal con un gigante Joaquin Phoenix

    Robin Campillo lleva a Perlas la auténtica maravilla que es '120 pulsaciones por minuto'. También vemos la excesivamente convencional 'Licht' de Barbara Albert, 'biopic' de la pianista ciega Maria Theresia von Paradis.

    SND

    La directora escocesa Lynne Ramsay fue una de las vencedoras morales del último (y desastroso, en términos cualitativos) Festival de Cannes. Su película no se alzó con la Palma de Oro -el jurado presidido por Pedro Almodóvar se decantó por la comedia incómoda de Ruben Östlund en The Square-, pero sí con los premios a Mejor Guión y Mejor Actor (Joaquin Phoenix). Pero aún más importante que todo eso, es que En realidad, nunca estuviste aquí es la película (probablemente) más cañera de todo el 2017 (lo siento, Darren, otra vez será). A medio camino entre un Walter Hill de los años 70 y un Melville de los años 50, la película de Ramsay es un derroche de violencia brutal, contada con un mojo y una sobredosis de estilo 'avant-garde', que hace que Drive (2011) parezca La bella y la bestia (2017). Pero, vamos, con el argumento.

    Caramel Films

    Joe (un gigante, en lo físico y lo interpretativo, Joaquin Phoenix) es un ex militar que ahora pasa los días como matón a sueldo para una red de “Padrinos” que dan servicios privados a familias con hijas desaparecidas -probablemente haya tenido servicios diferentes, pero esos no se ven en la película. Atormentado por su pasado, víctima de un hogar violento e inestable, Joe controla su ira asfixiándose (en temporada baja) y reventando cabezas con una maza de Wall-Mart (en temporada alta). Como suele ocurrir en estos casos, el último trabajo que le encargan le adentra en una red de pedofilia que involucra a políticos y demás gentuza, lo que hace que su ya delicada estabilidad esté a punto de saltar por los aires en cualquier momento.

    La directora de Tenemos que hablar de Kevin (2011) ejecuta sobre esta narrativa híper-violenta un complejo montaje, cediendo mucho espacio a los tiempos muertos y cortando en elipsis anti-climáticas momentos clave del desenlace. Todo ello, obviamente, hace que la película se enrarezca cosa mala pero, dado que la atmósfera de la cinta es tan sumamente tóxica, todo acaba fluyendo como un río de mal rollo bastante inquietante y desasosegador. En medio de todo ello se alza el mejor actor de los últimos diez años: Joaquin Phoenix, como un Marlon Brando del siglo XXI, sigue conmoviendo y aterrorizando a partes iguales. Vaya un 'hit'.

    '120 pulsaciones por minuto': Robin Campillo aborda la epidemia del SIDA

    Otra Perla que nos llega desde Cannes es la última cinta de Robin Campillo, habitual co-guionista de Laurent Cantet -de quien ha heredado buena parte de su estilo natural y directo- y con una carrera como director de lo más interesante: La resurrección de los muertos (2004), Eastern Boys (2013) y, ahora, esta película total que es 120 pulsaciones por minuto, que aborda la epidemia del SIDA que azotó el mundo en los años 80 desde la perspectiva de un grupo de activistas -los conocidos ACT UP, surgidos en Nueva York en 1987, como el acrónimo de “AIDS Coalition to Active Power”-, la mayoría de ellos infectados con el virus VIH.

    Céline Nieszawer

    La película es una auténtica maravilla. Un viaje completo que aborda desde la lucha global -acciones pseudo-violentas de carácter político, manifestaciones, escraches, asambleas, fiestas- hasta el drama individual -la última hora de la cinta se centra en la enfermedad terminal de uno de los miembros del grupo, Sean (tremendo Nahuel Pérez Biscayart)-, en lo que vendría a ser una fotografía perfecta tanto del movimiento retratado como del drama que significó el SIDA en sus primeros años cuando, básicamente, se creía que era una enfermedad de toxicómanos y homosexuales.

    Campillo, al igual que otros coetáneos suyos como Laurent Cantet o Abdellatif Kechiche, es un maestro a la hora de inocular el germen de lo real en el decorado de la ficción. Su manera de retratar cuerpos y emociones es de una cercanía realista de la que es imposible escapar sin emocionarse. Tanto da que se trate de una discusión acalorada como de una escena sexual de dos amantes entregados, la puesta en escena de Campillo lo convierte todo en real, en un ente vivo, como un corazón que late a velocidad terminal. Me encanta, además, que la película tenga como tres o cuatro 'intermezzos' donde vemos a los jóvenes bailar en una discoteca. Son como oasis de felicidad en el más brutal de los desiertos. Normal que me vuelva loco 120 pulsaciones por minuto; probablemente, la mejor película de carácter social de los últimos diez años.

    Alejandro G. Calvo

    'Licht': un 'biopic' que desafina por su aguda inocuidad

    En este cuarto día de San Sebastián sólo se ha presentado en la Sección Oficial la austriaco-alemana Licht (Mademoiselle Paradis) de la guionista y directora Barbara Albert (Die Lebenden). La historia, basada en la novela Mesmerized de Alissa Walser, se sitúa en la Viena de finales del siglo XVIII y tiene como protagonista a Maria Theresia von Paradis, un prodigio del piano de 18 años que perdió la vista cuando sólo tenía tres. Recupera la visión momentáneamente gracias al 'doctor milagro' Franz Anton Mesmer, hasta que se da cuenta de que el tratamiento está robándole poco a poco su soberbia habilidad musical.

    Christian Schulz

    Si Handia de los directores de Loreak era un bello cuento sobre El Gigante de Alzo y sobre la relación de dependencia con su hermano, Mademoiselle Paradis repite la fórmula de hijo trofeo/'freak', sólo que con un fondo mucho más oscuro y miserable en el reflejo de la lucha por arañar la libertad de esta joven, para quien se dice que Mozart compuso su concierto número 18 para piano. Von Paradis atisba un mundo nuevo de posibilidades, un microcosmos hasta entonces prohibido, y, en medio de un grupo de estrambóticos pacientes, vislumbra un imperio de los sentidos en un barroco paseo visual, táctil y auditivo.

    Lamentablemente, el resultado desafina por su excesivo convencionalismo e inocuidad y, precisamente por culpa de este agudo vacío, el filme no es capaz de encender ni el más mínimo fogonazo en la retina de quien lo está viendo. Nos quedamos ciegos. Ciegos porque los personajes carecen de matices. Ciegos porque las envidias, los celos y los egoísmos se quedan cortos. Ciegos porque ni la música ni el milagro interrumpido consiguen llamar nuestra atención.

    Santiago Gimeno

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