El arranque de Cold War es prodigioso. Como en un documental musical sobre la recuperación de la música popular, una pareja viaja de pueblo en pueblo grabando a jóvenes y ancianos que entonan canciones tradicionales. Nos situamos en la Polonia de después de la Segunda Guerra Mundial y estos expertos recopilan el patrimonio musical del país para atesorarlo y promocionarlo. A partir de aquí montan una academia de talentos como las que ahora triunfan en la tele pero en versión coros y danzas populares. Suena paródico, pero Pawlikowski filma la música y los bailes folklóricos con un respecto y una elegancia como pocas veces se ha visto en el cine. El director musical de la escuela, Viktor (Tomasz Kot) se enamora de una de las candidatas, Suzanne (Joanna Kulig), de rostro atractivo y pasado turbulento. Su historia de pasión atravesará diferentes países y décadas de la Europa dividida por la Guerra Fría.
En la academia, el giro estalinista del gobierno lo cambia todo. Pawlikowski narra cómo el poder de un estado autoritario se apropia de la cultura popular, la despoja de su personalidad y la somete al servicio de la propaganda patriótica. El cineasta nos lo cuenta a través de la música, que seguirá modulando el resto de la película. Los ritmos cálidos y americanos del jazz saludan la llegada de Viktor a la Europa occidental. Pero para los protagonistas, la Francia libre tampoco supone una tabla de salvación.
Como en Ida, Pawlikowski vuelve a rodar en blanco y negro, y formato académico. El despliegue de esta historia de amor que atraviesa varios años y países resulta un prodigio de economía narrativa. Con un uso brutal de las elipsis (acontecimientos importantes en la vida de los personajes que en otros films se extenderían durante minutos aquí solo se sugieren) y la capacidad de transmitir mucha información en un solo encuadre, Pawlikoski rueda una película de estética y aroma clásicos desde una perspectiva absolutamente moderna. También en lo que a la historia de amor se refiere. Al contrario de otros grandes títulos del género (inevitable pensar en el Doctor Zhivago de David Lean), en Cold War la Historia no es la única enemiga de los protagonistas. También deben enfrentarse a sus propios demonios, dudas, traiciones y desarraigos. El amor no les basta para ser felices, pero les mantiene unidos hasta el final.
El director polaco también ha conseguido que sus dos intérpretes protagonistas desprendan el carisma de dos estrellas del Hollywood clásico y la complejidad emocional de los personajes del cine moderno. Tomasz Kot podría ser un Gary Cooper polaco con su elegante atractivo y planta impecable. Joanna Kulig se come la pantalla con un personaje que podría haber caído fácilmente en el estereotipo de la mujer fatal o de la pareja demasiado problemática. En los momentos finales del film, consiguen ponernos la carne de gallina sin forzar la maquinaria dramática. La primera película recibida con entusiasmo unánime por parte de la prensa, Cold War se sitúa la primera favorita clara para ganar la Palma de Oro.
Eulàlia Iglesias
Mads Mikkelsen es un tótem interpretativo, una fiera de nuestro tiempo. Probablemente, con Tom Hardy, sea el epítome del macho-alfa cinematográfico definitivo, alguien capaz de tumbar a Thanos de un tortazo bien dado. Así que ha estado listo el cineasta brasileño Joe Penna eligiéndolo para su survival movie Arctic: la odisea de un hombre atrapado en el Polo Norte luchando por salvar su vida y la de su malherida compañera, que ha estrellado el helicóptero en el que iba a recogerle. Ese es el punto de arranque de una película herzogiana (en la épica) que podría recordar a El renacido (2015) si no fuera porque es mucho más sensata, humilde y emocionante (y tiene muchos menos mocos y esputos). De hecho, si a algo recuerda es más a Cuándo todo está perdido (2013), la película que presentaba a un Robert Redford a la deriva en el océano con un barco que no deja de hacer aguas. Pero Arctic va aún más allá, nuestro sufrido héroe no sólo debe salvarse a sí mismo, sino que decide cruzarse las montañas cargando a su compañera (Maria Thelma Smáradóttir), así que se incluye un tema moral en las líneas argumentales que, prácticamente siempre tratado desde la contención dramática, hace que esta sea mucho más atractiva, doliente e interesante. Sólo por ver a Mikkelsen arrastrando el trineo improvisado con su compañera rodeado de nieve por todo el encuadre, esta película ya denota un gusto muy superior a la mayoría de películas de supervivencia de este siglo.
No soy yo mucho del realizador francés Christophe Honoré, cineasta de segunda línea de la misma generación que Bertrand Bonello, Arnaud Desplechin o Mathieu Amalric (todos ellos, tremendamente superiores), siempre se mueve en el terreno de la comedia dramática, coqueteando con una puesta en escena que se ve mucho más simple que lo se pretende. Además, no ha tenido muy buena suerte con Sorry Angel, película a competición oficial, dado que la temática de la cinta versa sobre la enfermedad del SIDA en los años 90 en Francia y, justo hace un año, vimos en Cannes una película con un punto de partida muy similar: 120 BPM (2017) de Robin Campillo, siendo esta muy superior (a todos los niveles: dramático, estético y moral). En Sorry Angel Honoré viaja a 1993 en una suerte de autobiografía ficcionada para presentar la historia de amor entre un joven bretón (Vincent Lacoste) y un escritor maduro enfermo de SIDA llamado Jacques (Pierre Deladonchamps). Película romántica de tinte fatalista, la película siempre mejora cuando aparece en escena Denis Podalydès -da vida al amigo y vecino de Jacques- y tiende a empeorar con la abrupta ortografía cinematográfica de Honoré, alargando las secuencias más allá de lo natural y con un seguido de apuntes argumentales de dudoso buen gusto (los protagonistas acaban tendiendo a la antipatía, aunque por distintos motivos cada uno).
Alejandro G. Calvo