Una jornada de rodaje de Savages (Oliver Stone, 2012), Benicio del Toro se acercó a John Travolta (Nueva Jersey, 1954) y le dijo que tenía algo que confesarle. A los 12 años había visto 14 veces Grease (Randal Kleiser, 1978) y aquella fascinación era una de las razones por las que hoy era actor. El musical ambientado en el Instituto Rydell no sólo marcó al actor portorriqueño, sino a toda una generación a la que tomó el relevo la generación siguiente. Ayer se celebró un encuentro en Cannes con el artista que dio vida tanto a Danny Zuco, como al Tony Manero de Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) y al Vincent Vega de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994). En suma, una leyenda viva de la cultura pop.
Su valor icónico quedó palpable con la presencia entre el público de actores que le pedían consejo, de directores noveles que le echaban los tejos para sus proyectos y de fans que prorrumpían en aplausos y en festejos con cada nuevo título de su filmografía desgranado. "¿Cuál es el secreto de tu conexión única con la audiencia?", le preguntó el crítico francés Didier Allouch, moderador del evento. El artista tres en uno, cantante, actor y bailarín, lo achacó a haber elegido siempre sus trabajos a partir de dos premisas irrenunciables: la confianza tanto en el personaje como en la historia. “Mi trabajo ha sido siempre convencer al espectador de que está en buenas manos”.
A esos condicionantes personales añadió uno ajeno con el que le aleccionó Marlon Brando cinco años antes de morir, durante la preparación del proyecto Acción civil (Steven Zaillian, 1998): “No te enroles en una película en la que el director no te quiera, porque si no siente por ti afecto, te quedarás diluido en el resultado final”. Quizás su bache artístico en los ochenta resida en haber desoído el consejo del protagonista de Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951).
Reinvención, que no regreso
Dos películas le devolvieron el respaldo de la taquilla y de la crítica, la comedia Mira quién habla (Amy Heckerling, 1989) y, sobre todo, su sicario heroinómano en Pulp Fiction. “Durante aquellos años me molestaba el término regreso, porque yo no me había ido a ningún sitio”, reconoció Travolta. El término que sí le encaja es el de reinvención. “Ese soy yo. Y lo soy porque me aburre mi personalidad. Me encanta crear personajes”.
Al respecto, citó como ejemplo la técnica a la que recurrieron él y su coprotagonista en el filme de acción Cara a cara (John Woo, 1997), Nicolas Cage para hacer creíbles sus personajes, un agente del FBI y un terrorista que se suplantan recíprocamente la personalidad: “Nic tiene una forma de andar y de moverse que asoma en todos sus papeles, una personalidad única. En cambio, yo, me convierto en seres distintos. Así que optamos porque yo lo imitara a él en lugar de hacerlo a la inversa”.
Dos veces matón en Cannes
El actor de Hollywood ha definido al hongkonés como un buen director, así como a Tarantino, a Mike Nichols, con el que trabajó en Primary Colors en 1998, y a Robert Altman, que lo dirigió en una adaptación televisiva de El montaplatos, de Harold Pinter, en 1987. "Todos los grandes realizadores tienen algo en común: confiar en los actores que han elegido. Y eso es así porque hacen sus deberes antes del rodaje". Dos de los directores citados le procuraron un par de las cuatro películas que le han hecho pisar la alfombra roja de Cannes.
La primera ocasión que el actor de ascendencia irlandesa e italiana paseó por La Croisette fue con Grease. En 1994, “un pequeño bocado de realidad” llamado Pulp Fiction se alzaba con la Palma de Oro del festival y en 1998 Primary Colors lo inauguraba. Esta edición, Travolta visita la muestra internacional en calidad de actor y de productor del 'biopic' Gotti, sobre el mayor capo de la mafia de Estados Unidos. Lejos queda ya la inocencia de aquel niño que se convirtió en cinéfilo con cinco años, después de ver La Strada (Federico Fellini, 1954): “Giuleta Massina nunca ganó el Óscar, pero yo se lo di viéndola. Ella me enseñó el efecto imborrable de una buena actuación”.