Veinticinco años le ha costado a Terry Gilliam acabar su Quijote. Dos décadas y media de todo tipo de desastres: cambio de actores, denuncias de productores (y cambio de los mismos), mil problemas en los rodajes y un largo etcétera que acabó dando en un divertido documental, Lost In La Mancha (2002). En aquél entonces los actores elegidos eran Johnny Depp (Sancho) y Jean-Pierre Rochefort (Quijote) (fallecido el pasado Octubre). En la película que hoy hemos podido ver como clausura de Cannes 2018 los intérpretes son el omnipresente Adam Driver (Sancho) y Jonathan Pryce (Quijote), a la postre, lo mejor de esta destartalada película que ha acabado haciéndose con producción española de Gerardo Herrero. Ver El hombre que mató a Don Quijote es a la vez un ejercicio de felicidad -por fin vemos la obra que tenía Gilliam en mente y por la que tanto peleó- y un 'shock' emocional tristísimo: no sólo no funciona en casi ningún aspecto, sino que además es la peor película de su director. Y escribo con un dolor tremendo porque considero a Gilliam un cineasta absolutamente portentoso. Películas como Brazil (1985), Doce monos (1995), Miedo y asco en Las Vegas (1998), más las realizadas junto al resto de los Monty Python, me parecen todas obras maestras categóricas. Una de las razones fuertes de mi cinefilia. Y si bien es cierto que en los últimos tiempos tenía más pinchazos que aciertos -El secreto de los hermanos Grimm (2005), Teorema zero (2013)-, todos esperábamos que en su Quijote por fin renaciera el gran cineasta que todos queremos.
La película sigue los pasos de Toby (Driver), un director de cine engreído que está rodando una adaptación de la obra magna de Cervantes. Tras comprar una copia ilegal de su primera película a un trilero (Óscar Jaenada, pasadísimo de vueltas) donde también adaptaba el Quijote, sufre una especie de regresión espiritual que le obliga a recorrer los caminos de su juventud encontrándose con los actores de aquella película, hoy en día severamente trastornados, de ahí que el zapatero que hiciera de Quijote (Pryce, absolutamente genial) se crea en realidad que es el Quijote, siguiendo un claro paralelismo con la mente enajenada del héroe de la novela. La atractiva idea de partida se estira hasta el infinito a medida que se vuelve más y más grotesca. El camino hacia la locura es algo que Gilliam siempre ha manejado con mano maestra -pensar en El rey pescador (1991), por ejemplo- pero aquí todo acaba por descontrolarse de tal forma que uno no sabe a qué agarrarse. Hay gestos de Gilliam que se mantienen con fuerza: la presentación del zapatero delirando encerrado en una casa como una mascota de feria, toda la representación final frente a un comerciante de vodka maquiavélico (Jordi Mollá, aún más pasado de vueltas que Jaenada), así como la puesta en escena de una mente devorada por la creación artística. Pero poco más. Una auténtica pena.
Una gozada de giallo queer de Yann Gonzalez
Este año, Cannes se ha puesto más queer que nunca. Y una de las mejores muestras de ello nos ha llegado ya en la recta final del festival con Un couteau dans le coeur de Yann Gonzalez. El director de Les rencontres d'après minuit (2013) lleva a cabo un celebración del cine en los márgenes de los años setenta a través de la historia de un asesino en serie (apodado de forma muy oportuna como el “homocida”) que ataca con un cuchillo fálico a los miembros de una productora de porno gay comandada por una cineasta a quien da vida Vanessa Paradis. Entre la poética del cine en súper 8, la radicalidad queer de los films de Paul Vecchiali, la cualidad evanescente del 'softcore' y la perturbación psicódelica del giallo, Gonzalez lleva a cabo una celebración del deseo queer y de esos films pioneros que lo desataron en la gran pantalla con un argumento propio de película de terror de fondo. Preñada de sensualidad y pasiones rotas, Un couteau dans le coeur no olvida las represiones involuntarias (qué emocionante la pequeña aparición de Romane Bohringer) y cómo la homofobia puede convertir a una víctima en un monstruo. La mejor película francesa a concurso (si descartamos la de Godard, que proviene de otra galaxia), Un couteau dans le coeur confirma a Gonzalez como uno de los cineastas actuales a poner en el radar.
“Quiero denunciar a mis padres por traerme al mundo”, proclama el pequeño protagonista de Capharnaüm en el tribunal que le juzga por haber apuñalado a un hombre. Con esta frase tan impactante como artificiosa, la directora Nadine Labaki deja clara las intenciones de su película, una denuncia grandilocuente y pornomiserabilista de la falta de derechos humanos de los menores en el Líbano que tiene toda la pinta de arrasar en los circuitos de cine de autor mainstream y, probablemente, rascar más de un premio. Labaki juega la carta ganadora de centrarse en un niño desamparado (un espléndido Zain Alrafeea, salido de un 'casting' para encontrar al menor más guapo de todo el Líbano) que no deja de sortear injusticias a modo de pequeño héroe tan valiente como irreal. Cuida de su hermana cuando a esta le viene la regla, se opone a que sus padres desbordados por no poder cuidar de una prole ingente la obliguen a casarse con el vecino, y acaba cuidando del hijo de un año de una inmigrante etíope que lo acoge.
Labaki cae en uno de los peores errores de un film de este tipo: convertirlo en un catálogo de injusticias. Así, aborda casi todos los temas susceptibles de ser denunciados: el desamparo infantil, los matrimonios forzados de menores, la cuestión de los refugiados sirios, las mafias que se aprovechan de los inmigrantes, el estado de las cárceles, la criminalización de los niños... Y lo hace hace a partir del seguimiento del pequeño Zain acompañado buena parte de la película por el bebe etíope. Labaki explota la empatía a raudales que generan los dos pequeños en sus continuos intentos de mantenerse a flote en este cafarnaún caótico que les es hostil. Y lo hace a base de forzar las situaciones que provocan la indignación del espectador y poner en boca de Zain argumentos más propios de un líder de una ONG que de un niño de su edad. En un momento del juicio que articula la película, la madre del protagonista se dirige a la abogada a quien da vida la propia directora y le espeta que quién es ella para juzgarla. A priori parece un momento de autocrítica. Pero eso es justo lo que hace Labaki: rodar una película sobre las injusticias y los errores que cometen algunos ciudadanos en Oriente Próximo para que los espectadores globales se sientan a gusto indignándose con ellos.
Eulàlia Iglesias