A Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña les ha salido con El reino. Y vaya que sí les ha salido. Tras Stockholm (2013) y el también ‘thriller’ Que Dios nos perdone (2016), demuestran que saben ir más allá con este vertiginoso suspense que gira en torno a un político en su mejor momento cuyas opciones para saltar a la esfera nacional se ven truncadas cuando le salpica un caso de corrupción. En lugar de rendirse y claudicar ante las presiones, optará por hundir a sus colegas de partido en un juego muy arriesgado.
Antonio de la Torre, que ya coprotagonizó Que Dios nos perdone junto a Roberto Álamo, encarna con garra y dominio a un Manuel López-Vidal que viene a representar los escándalos que han enlodado hasta el cuello a la clase política española durante estos últimos años. Hay reminiscencias a Todos los hombres del presidente (1976), Uno de los nuestros (1990), Reservoir Dogs (1992), Primary Colors (1998) y hasta la serie danesa Borgen (2010-2013). Aunque sólo a modo de apuntalamiento, ya que el director madrileño y su compañera en labores de guión crean algo propio que late y palpita por cuenta propia y que, les salga o no, siempre exponen con nervio y a tumba abierta.
Nos complace que el libreto no pierda el tiempo señalando cargos ni desembrollando los detalles de la putrefacción y la podredumbre que carcomen a López-Vidal y los suyos. Como bien nos ha dicho Sorogoyen en una entrevista, hubiese sido muy aburrido. Hay situaciones potentísimas, como cuando el desesperado protagonista intenta sacar a toda costa unos documentos incriminatorios de una casa.
Menos contundente resulta la periodista Amaia Marín de Bárbara Lennie -no por ella, que siempre se las arregla para resonar y hechizar-, cuyo ‘tête-à-tête’ televisado con el señalado por los medios prueba a descubrir lo que, con acierto, había evitado todo el metraje anterior: quitarle la máscara al ‘villano’ López-Vidal. Humanizarlo como al Tony Soprano de David Chase es un éxito; atreverse a desmontarlo, un error mayúsculo y una parodia involuntaria.
‘Shoplifters’ y ‘Mirai’: Familia escogida y familia a través del tiempo
En esta segunda jornada, en Perlas y en Proyecciones Especiales Premio Donostia, hemos tenido la suerte de ver Un asunto de familia de Hirokazu Kore-eda y Mirai, mi hermana pequeña del también japonés Mamoru Hosoda. El primero se llevó con Shoplifters la Palma de Oro en el último Festival de Cannes, mientras que el segundo regresa a Donosti después de que El niño y la bestia (2015), su anterior filme, debutara como primer título animado en la Sección Oficial de este certamen. Siempre es un gusto ver a ambos cineastas, dotados de una sensibilidad exquisita, recurrentes en sus poderosos temas y humildes en su puesta en escena.
Tanto Kore-eda como Hosoda hablan de la familia casi siempre, y esta vez no podía ser menos. Si cambiaba de registro en El tercer asesinato (2017), donde apostaba por el drama judicial, el también director de Nuestra hermana pequeña (2015) cuenta ahora la historia de los miembros de una familia de pequeños delincuentes que adoptan a una niña que encuentran en la calle.
La muerte, la falta de éxito, la vergüenza, la desconfianza y la mentira, la eclosión de la intimidad en un núcleo sin vínculo de sangre, el valor que le damos a las palabras y las implicaciones que provocan pronunciarlas… En todo caso, esta se parece más a Nadie sabe (2004) y a los pasajes más oscuros, que los hay, de Still Walking (2008). Como en el manga Happy! de Naoki Urasawa, los rateros de Un asunto de familia se mueven para sobrevivir en un submundo duro y amargo, o bien lo marginan y arrinconan en el fondo de sus pensamientos y en el reflejo de sus pupilas. Pero, pese a la tristeza, también hay ternura. Pese a la tentación, también hay aceptación de la condena. Los personajes se saben imperfectos y viven en un limbo de felicidad prestada a la espera de sentencia correctiva. Echaremos de menos a la única Kirin Kiki (1943-2018).
Sobre Mirai, quizá nos esperábamos más después de la emoción que suscitó en su estreno en la Quincena de Realizadores de Cannes. Hosoda vuelve a la carga con la infancia, como en la mencionada El niño y la bestia, aunque esta vez con un relato que ensalza la herencia y la conexión familiares a través del tiempo. La vida del pequeño Kun cambia para siempre cuando sus padres traen a casa a su hermanita recién nacida. Al principio no le gusta -la odia, de hecho-, pero aprende a quererla cuando la conoce junto a otros parientes gracias a un jardín mágico que le permite visitar otras épocas.
Como en Los niños lobo (2012) y La chica que saltaba a través del tiempo (2006), los terrenos mágicos o pseudomágicos también adquieren aquí importancia. Desencadenan el viaje de Kun, pero el autor de Summer Wars (2009) prefiere subrayar más el costumbrismo, los celos que siente el veleidoso crío por la llegada de Mirai -nos ha recordado a El bebé jefazo (2017) de DreamWorks-, la responsabilidad que conlleva la paternidad y el reparto de tareas en el hogar. Un desvío repentino al género de terror y el uso de ciertos personajes fantásticos, por impostados, no le sientan bien al largo.
Santiago Gimeno
‘Rojo’: Una retorcida pistola de Chéjov que nunca se dispara
Por la Concha de Oro también compite Rojo, el nuevo trabajo del argentino Benjamín Naishtat. El realizador de títulos como El movimiento (2015) o Historia del miedo (2014) presenta en el Festival una cinta ambientada en la Argentina de 1975 con la que se divierte jugando con las expectativas del público.
Rojo, a mitad de camino entre la comedia y el drama, comienza con un plano fijo de una casa de la que sale gente llevándose los enseres de su interior hasta que un curioso hombre trajeado entra en ella. Después, otro hombre, sin ningún motivo aparente, arremete contra un abogado llamado Claudio (Darío Grandinetti) en un restaurante. En su segundo encuentro, horas después, el extraño se pegará un tiro en la cabeza que le dejará con un hilo de vida. Claudio toma entonces la decisión de abandonarle en el desierto.
Con esta introducción, Naishtat, que también escribe el guion, planta la semilla de una anticipación que el espectador, por simple experiencia cinematográfica, busca cumplir. Ese hombre entrando en una misteriosa casa y esos últimos latidos de una persona que se debate entre la vida y la muerte rodean al filme con el aura de un mal presagio, de que algo terrible va a ocurrir en cualquier momento. Pero Naishtat no muestra nunca lo que nos está prometiendo con su narrativa visual y deja que sea el espectador el que lo construya en su propia imaginación, el que apriete el gatillo de una pistola de Chéjov que nunca llega a dispararse en la pantalla.
Como ejercicio fílmico, Rojo cumple y sorprende, pero Naishtat alarga demasiado una historia con unos personajes que no calan hondo y que puede llegar a cansar a un espectador al que obliga a hacer parte del trabajo narrativo.
‘Cold War’: El amor en tiempos de guerra
En Perlas vemos Cold War, la película con la que Pawel Pawlikowski se hizo con el premio a Mejor dirección en Cannes 2018 y que representará a Polonia en los Oscar 2019. El filme transcurre durante la Guerra Fría en escenarios como Polonia, Berlín, Yugoslavia y París y sigue la tormentosa e imposible historia de amor de la cantante Zula (Joanna Kulig) y el músico Wiktor (Tomasz Kot).
Para su nuevo trabajo, Pawlikowski repite la fórmula estética de Ida (2013) -con la que ganó el Oscar a Mejor película extranjera en 2015- y utiliza la imagen en blanco y negro y el formato cuadrado para enmarcar la acción. Con esto, el realizador cuenta una historia preciosa y elegante que recuerda al Romeo y Julieta de William Shakespeare, pero en la que los Montesco y los Capuleto adquieren la forma de un conflicto bélico, de inseguridades y de malas decisiones; y en la que la música es un personaje más en el romance entre la impredecible Zula y el permanente Wiktor.
Cold War brilla desde sus inicios, cuando se centra en la parte musical, y va madurando poco a poco adentrándose en la parte sentimental de sus protagonistas. Para el final, Pawlikowski aprieta el acelerador cerrando de forma inesperada una historia redonda.
‘Alpha, The Right to Kill’: La ley del más fuerte
Volviendo a la Sección Oficial, seguimos con lo nuevo de Brillante Mendoza titulado Alpha, The Right to Kill. Situado en Manila y con las medidas del gobierno para acabar con el tráfico de drogas, lel filme sigue al oficial Espino (Allen Dizon) y a su Alfa Elijah (Elijah Filamor), un camello convertido en confidente de policía. Tras una operación para acabar con uno de los grandes capos de las drogas de la región, Espino y Abel huyen con una mochila llena de droga.
Con Alpha, The Right to Kill, Mendoza crea una película denuncia sobre el horror del narcotráfico para la que se decanta por una estética documental. El filme es todo acción al principio, pero luego cambia totalmente de tono para bifurcarse en la realidad de sus dos protagonistas, la del pobre Elijah y la del acomodado Espino, cuando este último obliga a su Alfa a convertir la droga que han robado en dinero.
Mendoza muestra la realidad de Manila y la corrupción de su policía, y lo quiere hacer de una forma tan realista -aunque utilice la ficción para ello- que elimina de la ecuación todo tipo de sentimiento y empatía con sus protagonistas, y sus intentos por hacerles más cercanos al espectador caen en saco roto. Lo que más puede llegar a sorprender de Alpha es su final, una de las pocas notas de asombro en una película predecible desde el principio.
Andrea Zamora