Un año más, el Festival Nocturna de Madrid abre sus puertas -y con ellas las del Cinesa Proyecciones de la calle Fuencarral, la sala Berlanga y la Cineteca del Matadero-, y se prepara para recibir a todos aquéllos que quieran estremecerse y vibrar con el mejor cine de género. Esta vez, tras cinco ediciones, el certamen que tiene al Cthulu de H.P. Lovecraft como mascota insistía en que toda su oferta cinematográfica estaba dedicada a nosotros los asistentes, y por ello su llamativo cartel exhibía a una espectadora del Nocturna dentro de una caja de plástico, como si fuera una muñeca de acción, y una pegatina en la que se leía "Llévatelos a todos".
Se trataba, probablemente, de una simpática referencia tanto al propio Cthulu como a un ritual que yo había visto practicar el año anterior -desconozco si tiene algo más de antigüedad-, y que consistía en que, ante la aparición del dios primigenio en el vídeo de presentación, un espectador gritaba "¡Llévame, llévame!". Una idea ocurrente pero que, de algún modo, estaba a punto de ancipar un notable bajón de calidad en la selección de los films y de, finalmente, su palmarés. Pero comprobémoslo con mayor detenimiento.
Aterrados (Demián Rugna, 2017)
La inauguración del festival tuvo lugar el martes 23 y, al igual que sucedió el año anterior, se desarrolló en torno a una película cedida por Universal Pictures con grandes expectativas en taquilla. Así, de la notable Feliz día de tu muerte este año pasamos a La noche de Halloween, nueva entrega de la saga iniciada por John Carpenter en 1978 que ahora dirigía David Gordon Green y prefería ofrecerse como secuela directa de la original antes que respetar la continuidad tejida por una decena de películas. En consecuencia, el film era enormemente perezoso y demasiado deudor del 'slasher' inaugural, pero fue suficiente para la entregada audiencia del Nocturna, aplaudiendo a rabiar cada vez que Michael Myers daba matarile a algún adolescente descarriado. Por muy sosos que estos asesinatos fueran.
Algo mejor sabor de boca dejó, en la tarde del día siguiente, la proyección de una película argentina de bajo presupuesto por título Aterrados. Escrita y dirigida por Demián Rugna, su argumento se centra en un grupo de investigadores paranormales que se adentra en un vecindario donde, en las últimas semanas, han estado ocurriendo cosas muy extrañas. Con ellos va un renuente inspector de policía (Maximiliano Ghione), cuyas reacciones a los descubrimientos proveerá de una bienvenida dosis de humor a una película que, por muy trillada que pueda estar su historia o escaso sea su presupuesto, siempre sabe cómo dar al público lo que éste quiere.
Ya sea tanto en forma de sustos chorra en la mejor tradición de un Expediente Warren de andar por casa, como por la habilidad para idear pasajes de un costumbrismo extrañísimo que seguirás recordando varias horas después de abandonar la sala, el film de Rugna se articula como una de las propuestas más logradas de las exhibidas en el certamen, y sólo queda desear que pronto encuentre una distribución comercial a la altura.
The Invocation of Enver Simaku (Marco Lledó Escartín, 2018)
La sexta edición del Nocturna fue también la misma donde Don Mancini, creador de Chucky el Muñeco Diabólico, recibió un premio en honor a toda su carrera, y eso es algo que de por sí dice mucho y muy bueno tanto de la filosofía del festival como la de sus participantes. Sin embargo, esta sumisión a la parte más lúdica del cine de género acabó revelándose como restrictiva y bastante limitada a tenor de las reacciones que despertó The Invocation of Enver Simaku, proyectada justo después del estupendo film de Rugna y recibida con bostezos y cierta indignación por parte del público.
Y a ver, es cierto que la ópera prima del español Marco Lledó Escartín es una absoluta rareza, mezclando elementos tan dispares como el falso documental, el drama psicológico y los jumpscares más baratos (e innecesarios) y ambientándolos en una inhóspita Albania sacudida por estallidos viscerales de violencia y cultos paganos. No obstante, también por cosas como ésta dicho film supone un experimento tremendamente interesante, en el que los inevitables fallos -como una administración muy deficiente del horror directo, o un protagonista hierático en exceso- son compensados por una puesta en escena espectacular, una banda sonora imponente y, sobre todo, una ambición por ofrecer algo distinto y arriesgado que debería haber contado con una recepción más comprensiva. Sobre todo, si la comparamos con el esperpento que vendría después.
Ghostland (Pascal Laugier, 2018)
Después de los ceños fruncidos que provocó The Invocation of Enver Simaku, y las carcajadas escépticas de What Keeps You Alive -un film de Colin Minihan que exigía de nosotros una suspensión de incredulidad demasiado extrema y acababa abrazando unas cotas extraordinarias de ridiculez-, el jueves tocaba afrontar uno de los platos fuertes de esta edición: la nueva película de Pascal Laugier, más conocido como el maldito psicópata que hace diez años nos traumatizó a todos con el gore de Martyrs. Su título era Ghostland, y ya en los minutos previos a la proyección podían escucharse comentarios por parte del público erigiéndola como la muy probable ganadora al premio Paul Naschy a Mejor Película. Cosa que, para mi desgracia, terminó ocurriendo.
La entrega de este galardón pudo deberse, quizá, a las numerosas referencias que Laugier hace en este film a su admirado H.P. Lovecraft -sumamente desnortadas y 'random' hasta el punto de que, acaso por su culpa, desde entonces el "Llévame, llévame" del público sonó mucho menos entusiasta-, o al especial placer que ciertos espectadores encuentran en el sufrimiento de la gente que ve en pantalla. En cualquier caso, Ghostland es todo un patinazo y, lo que es aún peor, un patinazo pretencioso, que ya tiene fecha de estreno en nuestro país para este 23 de noviembre y que, en deferencia a vuestro buen gusto, deberíais ir evitando.
La prototípica y recargada home invasion que aquí se reproduce es constantemente interrumpida por diversas fugas oníricas y paréntesis de un horror gótico poblado por moñecos -¿quizá otro homenaje al galardonado Don Mancini?- terriblemente encauzado, mientras Laugier da rienda suelta a su habitual sadismo y reflexiona, desde la mente de la desdichada protagonista (Emilia Jones) sobre el origen y los sacrificios que conlleva el contar buenas historias. Algo de lo que su director y guionista sólo alcanza a tener conocimientos teóricos, por lo que parece.
Piercing (Nicolas Pesce, 2018)
Curiosamente, justo después de la nefasta película de Pascal Laugier el público se enfrentó a otra propuesta centrada en el sufrimiento físico de sus protagonistas, acicalada por un tratamiento juguetón de las prácticas sadomasoquistas y un exquisito diseño de producción. Se trata de Piercing y está dirigida y escrita por Nicolas Pesce basándose en la novela homónima de Ryu Murakami, un autor de quien el lector sabrá, si esta familiarizado con su obra, que no es precisamente la alegría de la huerta.
Sin embargo, este film protagonizado por Mia Wasikowska y un sorprendente Christopher Abbot -que ganó con total justicia el Premio Vincent Price a Mejor Actor- se las apaña para dotar de un particularísimo humor negro a una historia que comienza con un padre observando el cuerpo de su hijo recién nacido con un picahielos en la mano y muy malas intenciones. El cómo lo consigue es algo prácticamente indescriptible, pero sirven de gran ayuda tanto las enajenadas interpretaciones del reparto -reducido a tres personas en apenas tres localizaciones-, como un constante tono ominoso que nos introduce en la enfermiza mente del protagonista y se regodea en el disparo indiscriminado de imágenes monstruosas y pesadillescas.
Todo, sin que la película de Pesce deje de ser en todo momento absolutamente divertida y fascinante, consiguiendo soslayar las deficiencias de un segundo acto bastante soso en comparación con la descarga de bizarrismo que supone tanto el inicio como el formidable desenlace. Y todo, insistimos, con dos duros, mucho talento, y un acabado tan contundente que conseguirá que apenas importe que, minutos después de la proyección, cuando te pregunten de qué iba la película, no tengas ni la menor idea qué responder.
Mirai (Mi hermana pequeña) (Mamoru Hosoda, 2018)
Una de las novedades más significativas de esta sexta edición del Nocturna radicaba en la inclusión de un largometraje de animación dentro de su Sección Oficial. Y no cualquier largometraje, sino nada menos que el nuevo trabajo de Mamoru Hosoda, uno de los grandes maestros del anime contemporáneo, que fue proyectado por vez primera en la Quincena de Realizadores de Cannes y desde entonces no ha dejado de cosechar elogios allí donde pasaba.
Mirai, mi hermana pequeña, no es sólo con mucha (muchísima) diferencia la mejor película proyectada en este festival, sino también una de las mejores del año y, con gran probabilidad, el trabajo más redondo de este cineasta japonés. Y lo es tanto como film en sí mismo, con una historia a la que le sobra corazón, como suma de todas las inquietudes de Hosoda, tanto estéticas como temáticas, que acaba conduciendo a una combinación de íntimo retrato familiar con transgresiones muy locas del espacio tiempo bastante similar a lo practicado en Summer Wars -antes de la realización de Mirai, el mayor logro de Hosoda-, pero mucho más equilibrada y emotiva de lo que ahí se vio.
Más que nada, porque pese a las grandes oportunidades que aquí encuentra el director para mostrar su poderío técnico -quizá, en ocasiones, con un uso excesivo del CGI-, el foco está puesto en todo momento sobre un niño de tres años que debe comprender qué significa la llegada de una hermana pequeña, mientras sobre la narración van cayendo también reflexiones sobre la paternidad, los lazos familiares, el amor en pareja, o incluso las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Lo que se dice un logro total, en toda su sencillez y honestidad, que acaba encontrando la grandeza en momentos tan minúsculos pero tan grandes como un niño montando en bici mientras una legión de aficionados al cine de terror y las vísceras tiene los ojos bañados en lágrimas.
Mandy (Panos Cosmatos, 2018)
La clausura de una edición, como ya hemos ido desgranando, bastante irregular, acabó sin embargo dejando un excelente sabor de boca entre los asistentes, gracias a la publicitada proyección de la nueva película de un Nicolas Cage más comprometido con su condición de meme andante que nunca. La historia de Mandy, que se estrena este 31 de octubre, es mínima: el personaje que da nombre a la película e interpreta Andrea Riseborough vive muy tranquila en el bosque hasta que una secta con cierta afición por las drogas psicotrópicas la secuestra, trata de ingresarla en su culto, y se convierte en el objeto de la venganza desesperada e irrefrenable de Red. Interpretado este último, claro está, por un Nicolas Cage en la cumbre de su inenarrable carrera.
La nueva película de Panos Cosmatos consigue beneficiarse, pese a todo, de esta sinopsis tan trillada para encauzar la vocación furiosamente mitómana del firmante de Beyond the Black Rainbow, construyendo todo un monumento a la iconografía ochentera que, pese a lo inherentemente chorra del conjunto -el argumento es el que es, y no hay mucho más de donde rascar- logra funcionar gracias a la entrega de Cage y la coherencia de su discurso. Mandy, desde la propia frase que encabeza su inicio, no engaña a nadie: es una carta de amor al heavy metal, y no tanto a la música en sí como a su estética, y querer buscarle un sentido mayor a todo este maremágnum alucinógeno se antoja tan ingrato como injusto con una obra tan sincera y, por qué no decirlo, entrañable.
Por todo ello el film de Cosmatos -dividido en dos partes bien diferenciadas, y encontrando una antológica secuencia con su protagonista gritando en el baño como punto de unión-, consigue que todos sus excesos, ideas de bombero y horteradas varias obedezcan siempre a una lógica interna que, es de suponer, a un espectador avezado en la iconicidad de Nicolas Cage no deberá escapársele. Y, si se le escapa, siempre tendrá un duelo de motosierras a la vuelta de la esquina para que le queden las cosas algo más claras.