¡Ah, el 'cinema verité'! La misma designación suena a chiste a estas alturas de la película.
El 'cinema verité' consiste en dejar que se deslice la caligrafía y que vaya siendo un poco lo que dios quiera, en perder de vez en cuando el punto de vista y en consentir a la realidad permear la ficción con sus caprichos, accidentes y arritmias. Pero el 'cinema verité' es, antes que nada, mentira.
Maridos (1970) es un drama de calculadísimo aspecto desaliñado que se quiso vender como comedia pero que no logró engañar a nadie. Su propuesta es seguir las peripecias extramuros de cuatro hombres casados, de los que solo comparecen tres porque el restante está de cuerpo presente.
La gran habilidad de John Cassavetes era dar la ambigüedad, la contradicción e incluso el equívoco. La complejidad entera de unos personajes que siempre eran él mismo, con su tilde, con su egoísmo, con su inmadurez y con su torpeza incorregible. Naturalismo puro
Lo primero que hace la muerte al manifestarse es recordarnos, con su sacudida, que estamos vivos. En cuanto asoma, la vida se hace abrumadora, cobra una intensidad intolerable que no hay quien maneje y en respuesta echamos a correr. La muerte de un amigo entrega a los protagonistas de Maridos un intenso dolor y esa avidez repentina que los impele a liberarse, a ser de nuevo ellos y a serlo cuanto antes. El inconveniente es que están casados y es hora de volver a casa.
En esta ocasión es un funeral pero podría ser una despedida de soltero o una trashumancia en un 'western'. Maridos es una de esas películas de hombres huérfanos, de confidencias, exceso eventual y posos de conciencia. Sería cine viril si no fuera porque el cine viril es siempre un cine tirando a sentimental, y esto ocurre porque cuando el hombre se encuentra entre hombres, y así se observa en películas bélicas o carcelarias, se genera en cada uno de los individuos una necesidad que refuerza los vínculos y melancoliza la atmósfera de la comunidad. Se trata de una falta que otorgará al relato -sea cual sea el relato- un fondo de amargura donde vibrará la especie.
Maridos no es por tanto una película de hombres duros sino todo lo contrario, una de hombres desvalidos y muertos de miedo, de adultos muertos de amor queriendo ser niños y nadar y jugar al baloncesto. Una película que en un momento dado abraza la idea de la familia y se alza como un canto conyugal más o menos triste y más o menos confortable, según la circunstancia de cada espectador, porque la gran habilidad de Cassavetes era dar la ambigüedad, la contradicción e incluso el equívoco. La complejidad entera de unos personajes que siempre eran él mismo, con su tilde, con su egoísmo, con su inmadurez y con su torpeza incorregible. Naturalismo puro.
John Cassavetes estaba empeñado en hacer películas que no lo fueran, o al menos que no lo parecieran. Sabía que el cine es artificio y que para que reproduzca los modos casuales de la realidad hay que atarlo en corto, y por ello trabajó en Maridos antes, durante y después de que la película existiera. Por eso la manoseó hasta casi extinguirla, escribiéndole y enmendándole el guion y filmando hasta cerca de 300 horas de metraje que luego montaría y remontaría unas veces solo y otras en sociedad con Ben Gazzara y Peter Falk, casi siempre de noche, incorporando improvisaciones, explorando los tres su experiencia y buscándose cada uno las verdades con las que ir averiguando de qué trataba aquella película de apariencia agreste y algo desarticulada, un proyecto compartido que iría revelando su naturaleza mientras entre ellos se fraguaba una auténtica amistad, una relación previa a la que luego iba a desbordar la pantalla pero real y conmovedora como solo llegan a serlo algunas películas.