Aún con todo el cariño que se pueda tener a Robert Zemeckis –su filmografía en los 80 está plagada de películas emblemáticas: Tras el corazón verde (1984), la trilogía Regreso al futuro (1985-1990), ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988), incluso su historia para Cuentos asombrosos (1985-1987)-, lo cierto es que la carrera del cineasta de Chicago tiene tantos hits como blows. Para poner títulos y no esconder la cabeza: Contact (1997), Lo que la verdad esconde (2000), Náufrago (2000), El vuelo (2012) o El desafío (The Walk) (2015), me parecen títulos que, sin amagar golpes a favor –el arranque de El vuelo, por ejemplo-, están más cerca del naufragio por empalago que otra cosa. Una tendencia que, de forma menos acuciante pero aún presente, está en su último trabajo, Bienvenidos a Marwen, la triste pero esperanzadora historia del dibujante y fotógrafo americano Mark Hogancamp, quién tras sufrir una brutal paliza por un puñado de rednecks, indignados por el hecho de que Hogancamp confesara vestir zapatos de aguja en la intimidad, pasó de dibujar a realizar fotografía de miniaturas, creando así “Marwencol”, una mini-ciudad belga que habita en la Segunda Guerra Mundial donde recrea batallas bélicas con muñecos basados en su reducido círculo social (hay un documental bastante chulo al respecto: Marwencol (2010) de Jeff Malmberg).
Con Steve Carell dando vida a Hogancamp –tanto en su versión real, como en la de muñeco animado-, la película de Zemeckis busca ser tanto un canto a la solidaridad como un puñetazo a la discriminación social, así como una canalización de la expiación del horror a través del arte. Vaya, que el mundo puede ser un sitio horrible, pero aun así no hay que perder nunca la esperanza, porque, por suerte, de vez en cuando hay suerte y uno encuentra gente buena de la que rodearse. El ejemplo de superación de Hogancamp, quién debido a los diversos traumatismos perdió la memoria de todo lo acaecido antes de la paliza, es absolutamente magnífico, de ahí que Zemeckis se fijara en el proyecto y coescribiera el guion junto a Caroline Thompson (habitual en los guiones de Tim Burton).
La película, así, se mueve entre el mundo real y el mundo de los muñecos, entre realidad y ficción (o, mejor, animación), creando vínculos narrativos y emocionales que sirvan tanto para entender mejor al protagonista como para explicar el desarrollo dramático de la acción. ¿Qué significa esto? Que en la realidad escindida de Hogancamp el mundo real es un sitio abominable, así que decide disociarse y habitar un mundo mágico donde, incluso frente a la violencia de la guerra ficticia, él se encuentro feliz (y con “stilettos”). Dicha dicotomía narrativa y estética (toda la parte con muñecos está contada a través de una bonita animación), que tan bien sirve como metáfora, crea un vacío en la estructura de la película: si bien la parte animada, es realmente interesante e, incluso, emocionante, la parte real es prácticamente un docudrama sobre el sufrimiento y la soledad. Vuelve el empalago y, con él, el aburrimiento. Convirtiendo en simple algo que debería ser mucho más exquisito.