Agnès Varda solía llevar en el bolsillo un pequeño ingenio mecánico al que acudía cuando las cosas se ponían intratables. Cuando saliendo de un hospital la meteorología se presentaba aciaga, o si en una entrevista le hacían una pregunta sobre el porvenir, pulsaba aquel botón (porque no era más que un botón) y una voz de pajarito trinaba su parecer. Regulaba la situación. La atmósfera alrededor quedaba intrigada un instante, pero nadie podía objetar nada. A más de uno (locutores de radio incluso) se le llegó a ver sonreír ante aquellos incisos en la realidad.
Su filmografía está llena de esos momentos fugitivos. Agnès, una persona tan rigurosa como -me atrevo a decir- terriblemente sentimental, buscó manantiales olvidados en los que hacer cuenco con las manos y nos entregó un cine con atuendos de juego. Un cine cálido, inteligente y del bienestar, no por ello menos incómodo cuando tuvo que serlo, pero siempre empático y zapador de una poética flagrante desde la que trató, ya que no de reparar porque arreglo no tiene, de modular un mundo tan viejo y perdido de personas. De buscarle lo extraordinario y a partir de ello corregir cosas.
Agnès, que se formó en arte y filosofía y luego ejerció de fotógrafa, decía que ella no contaba historias, que el cometido de su cine era expresarnos lo que el mismo cine significaba para ella, y para ello lo que hacía era llevarnos de la mano, y de principio a fin, a través de cada una de sus películas. Nos guiaba por sus imágenes y nos iba contando que el hecho de haber escogido aquellas le había supuesto dejarse otras en el tintero. Aquel gato, una cariátide, las manos de Jacques Demy. En la edición en DVD de sus obras completas, recuerdo ahora, incluyó una tarjetita con la receta del gratén de acelgas.
Percibía la investigadora Inma Merino que, pese a la vitalidad que siempre alentó su obra, las películas que Agnès dirigió en los últimos 20 años emanaban una cierta melancolía, y la atribuía a la notoria presencia de una ausencia. Un fantasma es para siempre y hace mucha compañía.
Existe una fotografía de Agnés que huele a madera, a café y a tabaco. Ella está sentada en el regazo de Jacques Demy, pero ninguno de los dos toca de pies en el suelo. Corre 1965 y sus ropas sugieren el invierno, pero ambos piensan en playas.
Se formó en arte y filosofía y luego ejerció de fotógrafa, decía que ella no contaba historias, que el cometido de su cine era expresarnos lo que el mismo cine significaba para ella, y para ello lo que hacía era llevarnos de la mano, y de principio a fin, a través de cada una de sus películas
En una de sus películas, Agnès disponía un montón de espejos en la arena como quien practica túneles en el paisaje, ventanas o puertas, pasajes que tal vez conducen a otras playas, a la de Bélgica donde murió su padre o a la de Noirmoutier, donde pasó muchos veranos con Demy.
De alguna manera, lo de los espejos ya lo había hecho antes algún compatriota suyo. Los belgas son muy curiosos y hay en ellos algo de reflejo. Magritte pintando aquellos recortes en la materia que resultaban en cuadros expandidos, lejanos, submarinos. Sus personajes de espaldas, ajenos a nosotros, en pinturas cifradas como lugares superpuestos, lienzos que eran estancias intangibles. La cuestión ha sido siempre desentrañar la propia mirada, tal vez habitarla. Y los espejos, como el cine, ofrecen la posibilidad del autorretrato simultáneo.
En Las playas de Agnès, aquellos espejos llenos de sol repartidos sobre la arena se portaban como signos ortográficos del mar. Era el mar de Sète, el mismo mar (pero nunca el mismo, claro, el mar, como los ríos y como nosotros, es siempre otro), en cualquier caso el mismo mediterráneo que en La Pointe Courte, la primera película de Agnès y síntoma temprano de la 'Nouvelle Vague', acariciaba con su murmullo a una pareja que se reunía allí para valorar si seguir juntos o mejor dejarlo estar.
Agnès, que por entonces no había visto mucho cine, quiso rodar una primera película de sentimientos embrollados, compleja como la vida. La siguiente, la de Cleo que le hizo famosa, recogería el lapso de hora y media a la espera de un diagnóstico médico. Siempre interrupciones, paréntesis, colapsos. El ahora desmayado.
Seis décadas después, la noche de hace unos viernes, Agnès Varda moría con un pajarito pertinente en el bolsillo, legándonos la convicción de que nunca está todo perdido, que después de la tormenta el sol suele brillar con más fuerza y que en cualquier caso arriba los corazones. Tal vez tendríamos que ir a Sète.