Nunca Cannes había estado tan desorganizado. La supresión, por sorpresa, del pase a competición para prensa en el Gran Teatro Lumière de la mañana frente a la acumulación de pases por la tarde-noche, ha hecho que la prensa anduviera algo más que desquiciada en los días previos al certamen. Finalmente, el festival reculó, y parece que nos permitirán ver las películas por las mañanas, menos mal, porque lo contrario es exactamente lo que estoy haciendo ahora: escribir de madrugada con las neuronas en caída libre. Veremos cómo avanza todo, crucemos los dedos, recen una plegaria por este cronista que está viviendo su duodécimo festival de Cannes consecutivo.
La última vez que vimos a Jim Jarmusch en Cannes fue en 2016. Entonces presentaba a competición una de sus grandes películas: Paterson, un verso libre fílmico que ya consta como uno de los grandes títulos de la década (fuera de la misma presentó Gimme Danger, un rockumentary sobre la banda punk The Stooges, bastante más convencional). Hoy, Jarmusch, rodeado de buena parte de su elenco -han desfilado por la alfombra roja Tilda Swinton, Adam Driver, Bill Murray, Chlöe Sevigny y Selena Gomez, entre otros- ha abierto Cannes con The Dead Don’t Die, un ejercicio de necro-cinefilia donde el director de Extraños en el paraíso (1984) se adentra en el cine de zombies para elaborar una comedia, por momentos, tremendamente absurda, por otros, tremendamente arrebatadora. Como ya hiciera con el western (Dead Man, 1995), con el polar francés (Los límites del control, 2009) o con el cine de vampiros (Sólo los amantes sobreviven, 2013), Jarmusch efectúa su particularísima revisión del género, esta vez, desde una postura estrictamente cómica. Si bien el homenaje a George A. Romero es tremendamente explícito, el hecho de que la película busque gags en suspenso de forma continuada, la acercaría más a un Zombies Party (2004) o a una película de monstruos de Abbot y Costello. Pero estamos, al fin y al cabo, delante de un Jarmusch relajado. Sus medios tiempos están ahí, así como sus continuos running gags en continua espiral e, incluso, se atreve a lanzarse al meta-cine a lo Mel Brooks (los protagonistas saben que están en una película).
A todo esto, ¿de qué va la película? Sencillo: en un pequeño pueblo de la (Norte) América profunda los muertos vuelven a la vida. Curiosamente, esta vez sí explica el porqué (algo poco habitual en el subgénero): el deshielo de los polos ha hecho que la Tierra altere su eje gravitacional (¡!) y se dé pie a todo tipo de fenómenos inexplicables. Los aparatos electrónicos dejan de funcionar, la luz del sol no cuadra con las horas del día y los muertos salen de sus tumbas. La policía del pueblo, que consta de tres integrantes -Murray, Driver y Sevigny- está tan anonadada como el resto de los escasos habitantes de la misma -parece un western de Lucky Luke con los personajes tan marcados: el dueño del motel, el ferretero, las camareras del diner, la enterradora-samurai (tremenda Tilda Swinton), el granjero pro-Trump, los chavales del correccional y el freak gasolinero experto en cine de terror. Todos ellos irán enfrentándose a la ilógica del apocalipsis entre diálogos circulares suspendidos en el vacío y, bueno, todo tipo de armas para cortar cabezas (hachas, katanas, podadoras, etcétera).
El resultado es un Jarmusch absolutamente desenfadado, bastante alejado de los roqueros vampiros neo-románticos de Sólo los amantes sobreviven, más en la liga cualitativa de Flores rotas (2005). Es decir, si bien uno no puede nunca dejar de disfrutar como un enano delante de una de sus películas, es cierto que The Dead Don’t Die funciona porque el estilo persiste (lo que no es poco), pero está claro que estamos ante un divertimento que funciona mejor como pieza anómala del subgénero, que como un gran film de Jim Jarmusch.