En 2016 el brasileño Kleber Mendonça Filho convirtió la presentación en Cannes de su segundo largo Doña Clara (Aquarius) en un acto de protesta contra el golpe de estado al gobierno de Dilma Rousseff. No se lo perdonaron, y justo antes de llegar al certamen francés con su tercera película, Bacurau, se anunció que el gobierno de Bolsonaro le reclamaba el retorno de parte de la subvención por su primer filme Ruidos vecinos. Se ha declarado la guerra entre Bolsonaro y Mendonça Filho, y en buena parte Bacurau recoge este clima de violencia, rabia e insurrección. Codirigida con Juliano Dornelles, la película se sitúa en un supuesto futuro cercano en un pueblo perdido al norte del Brasil. La muerte de la matriarca del lugar congrega a los paisanos, mientras que empiezan a sucederse una serie extraños acontecimientos: alguien dispara contra el camión cisterna del agua, se quedan sin Internet, el pueblo ya no aparece en los mapas, un dron-ovni sobrevuela el lugar...
Lo que arranca con cierto aire de costumbrismo latinoamericano en su retrato de una comunidad rural variopinta, no tarda en adoptar los visos de un film de serie B cercano al terror. Un grupo de estadounidenses ha llegado al lugar para convertir a los habitantes de Bucarau en su particular coto de caza de humanos. El filme de Menonça Filho invoca toda una serie de referentes norteamericanos en este sentido, desde el John Carpenter que plasma comunidades acechadas por grupos que quieren acabar con ellas a los wésterns más violentos y lisérgicos. Pero en su espléndido tramo final, Bacurau entronca sobre todo con la propia tradición de un cine brasileño y latinoamericano de claro substrato político que convierte la lucha armada y la violencia en estrategias necesarias de un pueblo que no teme levantarse y cortar cabezas para defenderse de imperialistas, colonialistas y fascistas.
La jornada del jueves también acogió la primera película firmada por una directora de origen africano en competición. Sobrina de Djibril Diop Mambety, el nombre más reconocido del cine senegalés (Beyoncé y Jay Z se inspiraron en su filme Touki Bouki para la imagen de 'On the Run II'), la francesa Mati Diop debuta en el largometraje con Atlantique, un drama que se acerca a una temática propia del realismo social, la muerte en el océano de tantos jóvenes que esperan llegar a Europa, a través del cine de zombis. Tras desaparecer en el mar, un grupo de muchachos retornan a su país de origen tomando posesión de los cuerpos de algunos conocidos. Será su manera, más poética que tenebrosa, de rendir cuentas pendientes y despedirse definitivamente de los seres queridos. Atlantique presenta algunos problemas habituales en las óperas primas, pero su hondo romanticismo, su revisión poética del patrón narrativo de los no muertos y el cariño con que trata a las protagonistas permiten saludar con esperanza la llegada de Mati Diop al largometraje.
Eulàlia Iglesias
'BEANPOLE (UNE GRANDE FILLE)' de Kantemir Balagov
El cineasta ruso -digo ruso por abreviar, porque en iMDB pone que es de la República Autónoma de Kabardino-Balkaria- Kantemir Balagov, de 28 años, sorprendió hace un par de años con una película tremenda llamada Demasiado cerca (2017). Una película de estirpe dardenniana, protegida por Aleksandr Sokurov, que nos ofrecía uno de los mejores retratos de mujer fuerte de este siglo (la actriz Darya Zhovnar, todo un descubrimiento). Así que había ganas de ver su regreso a la sección Un Certain Regard con su segundo largometraje: Beanpole (Une Grande Fille), película que retrata la amistad de dos jóvenes -una enfermera, la otra prostituta- en el Leningrado de posguerra.
El viro hacia un terreno de época es la primera señal de una obra que parece alejarse del cine directo de Demasiado cerca en aras a encontrar una caligrafía mayestática con la que hacerse fuerte en el cine europeo contemporáneo. Más cercano a los cineastas rumanos que despuntaron a principios de Siglo y haciendo sufrir lo indecible a sus mujeres protagonistas -excelentes Viktoria Miroshnichenko y Vasilisa Perelygina-, Beanpole, en el fondo, nos cuesta una historia de amor homosexual (no correspondida), junto con todos los dilemas morales que al lector se le ocurran: eutanasia, gestación subrogada, prostitución como medio de supervivencia… Una pena, porque si Balagov podía encontrar su propio nombre, a medio camino de Sokurov y Balabanov, al final va a quedar como una versión más arty de un Sergei Loznitsa. No llega al cine del sufrimiento tan en boga los últimos años en los Festivales gordos, pero se queda peligrosamente a las puertas.
Alejandro G. Calvo
· Día 1: Cannes 2019 abre sus puertas con la comedia zombie de Jim Jarmusch 'The Dead Don’t Die'