Lo de esta mañana ha sido tremendo. De esas lanzas que tiñen la épica de Cannes. Tras cuatro horas de sueño y hora y media de cola bajo la lluvia, conseguimos entrar en el primer pase de la Quincena de Realizadores -más zombis que los protagonistas de los últimos Jarmusch y Bonello- para asistir a la proyección de The Lighthouse de Robert Eggers, sin duda, una de las cintas más esperadas de la presente edición del certamen (y que resulta increíble que se le haya escapado a la Competición Oficial). ¿La razón? Regresaba Eggers tras su alucinante ópera prima, La bruja (2015), una de las mejores películas de terror de la década, donde ya dejaba claro que era un realizador con una mirada impresionista muy marcada. Algo que con The Lighthouse, no solo se confirma, sino que se dispara hasta niveles estratosféricos. Vamos a desarrollarlo un poco.
Dos fareros; uno, un viejo lobo de mar (Willem Dafoe) que parece recitar en galés a Melville aunque sea a base de tirarse pedos y, otro, un marinero de agua dulce (Robert Pattinson) con una cierta parafilia por las mujeres-pez (entiéndase: sirenas), llegan a una isla enana en mitad de ninguna parte para gestionar el faro de las narices que la corona. En esa soledad (a lo Herzog) deberán convivir con lo puesto, cada vez más aislados física y psicológicamente, haciendo de la convivencia mutua una pesadilla kafkiana donde lo real, lo surreal y lo hiperreal acabarán por encontrarse casi a modo de El resplandor (1980), pero en más bruto.
Fotografiada en riguroso blanco y negro de corte expresionista y gran grueso (y en formato cuadrado, 4:3), Eggers parece estar releyendo tanto a Victor Sjöström como a los expresionistas alemanes -aunque en el encuentro con el público le citaron a Tarkovsky y Bergman (yo eso no lo veo tanto: la película tiene mucho cachondeo, algo que no estilaban los citados cineastas)- para adentrarse en un relato que cita directamente a Melville mientras coquetea con el terror psicológico a lo Henry James. Los marineros, que pasan de quererse a odiarse y vuelta a empezar (en función de las reservas de alcohol), van adoleciendo cada vez más de un 'cabin-fever' letal mientras las gaviotas no paran de revolotear como si fueran los pájaros de Alfred Hitchcock. El duelo actoral Dafoe-Pattinson es, desde ya mismo, una de las cosas más bestias y maravillosas que yo haya visto en una pantalla de cine (el que tenga problemas con el ex-Crepúsculo, que sepa que Pattinson ha hecho más por el cine de autor que muchos de sus congéneres). En definitiva: la mejor película que hemos visto en Cannes hasta la fecha.
Cambio de tercio. Volvemos a competición oficial, donde se ha estrenado lo último de Terrence Malick, A Hidden Life, sobre el papel, el regreso de Malick al cine narrativo pre-El árbol de la vida (2011) -Palma de Oro en Cannes, no olvidemos-, que en realidad ni ha sido tanto regreso -aunque si se parece a algo es a El nuevo mundo (2005)- y sí una nueva estilización de su estilo pretendidamente lírico que lleva realizando en este siglo. Para mojarme ya de entrada y no dar demasiadas vueltas, habría que decir que A Hidden Life, al menos, no es ni tan esquiva como To The Wonder (2012) ni tan engolada como Knight Of Cups (2015) ni tan sumamente pija como Song To Song (2017).
La película de Malick está basada, según explica a su arranque, en hechos reales. Se trata entonces de la historia real de Franz Jägerstätter (August Diehl), un campesino austríaco que se negó a realizar el juramento a la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial (algo a lo que estaban obligados todos los austríacos), siendo encarcelado y juzgado (en ese orden) por ello. Malick parece haberse alejado de su búsqueda obsesiva del azar lírico -ese que le hacía dar con un plano bueno de cada cinco o seis, como prueba Song To Song, donde lo hortera y lo sublime se confunden- y sí haber trazado un guion sobre el que teñir de imágenes telúricas (y en gran angular, que todas ellas tienen una distorsión que le da cierta curvatura al plano, alterando el tamaño de los objetos del mismo) y momentos de emoción vívida (también repetidos hasta la extenuación).
El drama resultante es 100% Malick, claro. Momentos de belleza absoluta, épica íntima en gran plano general, fatalidad asfixiante a medida que avanza el metraje… pero también, claro, diálogos en off que son pura liturgia castrense, autoflagelación al repetir los mismos tropos semánticos una y otra vez (que se gusta demasiado, para que se me entienda) y, claro, una narración salida de madre que alcanza las tres horas de metraje. Así que probablemente A Hidden Life sea su mejor película desde El árbol de la vida, pero aún seguimos a años luz de Días del cielo (1978).
Alejandro G. Calvo
La Gomera en Cannes
Lo último que una espera encontrarse en el Festival de Cannes es un 'thriller' rumano que convierte el silbo gomero en una de las formas de comunicación entre los personajes. Pero no resulta tan extraño si se tiene en cuenta que estamos ante la nueva obra de Corneliu Porumboiu, uno de los grandes nombres del nuevo cine rumano (su 12:08 al Este de Bucarest sigue siendo un título imprescindible en este sentido) que ha convertido el humor lingüístico y el jugueteo con los códigos genéricos en uno de sus rasgos autorales. Con La Gomera, Porumboiu nos regala su filme más accesible, una actualización de las constantes del cine negro, desde la femme fatale (despampanante Catrinel Marlon como Gilda) al policía desencantado, trasladadas a la Rumanía y las Canarias de hoy en día.
El filme arranca en buena sintonía, con The Passenger de Iggy Pop acompañando la llegada del protagonista, un policía metido en una red criminal (¿es un topo o un colaborador?), a la isla canaria en cuestión. Porumboiu combina la pasión por el cine negro con su talante humorístico habitual en un 'thriller' que desordena la estructura narrativa creando cierta ceremonia de la confusión. Aunque revise los arquetipos del noir, La Gomera encierra una enésima lectura sobre el legado de la historia reciente de Rumanía. Algunos protagonistas viven con la convicción nada paranoica de que son vigilados por el Estado y la propia película utiliza las convenciones del género para levantar sospechas sobre la identidad, y las fidelidades y traiciones, de la mayoría de personajes. Uno sus encantos es, por supuesto, que la banda criminal utilice el silbo gomero como código secreto para comunicarse sin despertar sospechas. Pero la película nos reserva todavía otra sorpresa: el director mallorquín Agustí Villaronga (Pa negre) interpreta con mucha convicción al jefe del grupo de delincuentes.
Eulàlia Iglesias