En 2013, Abdellatif Kechiche recogía la Palma de Oro en Cannes por La vida de Adèle. Seis años después, el director ha vuelto al certamen francés con Mektoub, My Love: Intermezzo, la película que ha levantado más debates y polémicas en esta edición. Segunda entrega de una trilogía que se inició con Mektoub, My Love: Canto Uno (2017), Kechiche se centra en las relaciones de un grupo de jóvenes en la ciudad provenzal de Sète durante una jornada hacia al final del verano que se inicia en la playa y se alarga durante unas tres horas en una discoteca.
Desde cierto distanciamiento, la película de Kechiche se podría defender como una propuesta radical que cuasi vacía de contenido narrativo y dramático su aproximación a la tarde y noche de fiesta de este grupo de chicos y chicas. El director nos sumerge en un estado entre el hedonismo y el ennui en un club donde los protagonistas beben, parlotean, ligan y sobre todo bailan moviendo el trasero. La insistencia repetitiva en los bailes de twerking de los personajes femeninos toma por momentos los visos de ciertos rituales que utilizan la danza como camino hacia el trance.
Pero en Mektoub, My Love: Intermezzo, Kechiche muestra la misma obsesión por el culo femenino que cineastas como Tinto Brass, pero con una excusa experimental. Hasta el punto que resulta inevitable leer la película como una lección intensiva sobre el concepto de mirada masculina, la piedra fundacional de la teoría feminista cinematográfica. En una opción claramente sexista, la cámara del director enfoca de forma diferenciada los cuerpos de las mujeres respecto al de los hombres. Y básicamente se fija en sus culos, que encuadra, observa y acecha desde todos los ángulos posibles. El problema con Mektoub, My Love: Intermezzo por tanto no es ni la sexualidad explícita de la ya famosa secuencia en que un chico le practica un cunnilingus a la protagonista del film Ophélie (Ophélie Bau) durante más de diez minutos, ni la exaltación de ciertos cuerpos en trance de agitación nalguera, ni tan siquiera la muy cuestionable radicalidad de su propuesta formal. Lo muy cuestionable es que bajo una supuesta coartada de cine extremo se lleve a cabo un insistente y reaccionario ejercicio de objetivación sexual de las mujeres.
UN PALESTINO EN NUEVA YORK
Aunque It Must Be Heaven se mueva en el mismo registro de comedia, el tono del último film de Elia Suleiman varía respecto al de Intervención divina (2002), esa aproximación al conflicto palestino inyectada de humor absurdo con que se dio a conocer internacionalmente. En lugar del aire combativo de su ópera prima, nos encontramos con una mirada más serena, casi de tierna estupefacción. El director vuelve a hacerse presente en su film a la manera de un observador silencioso de su entorno, una figura a medio camino entre el mutismo hierático de Buster Keaton y la presencia anacrónica de Jacques Tati que un momento dado abandona Palestina para buscar otro lugar donde establecerse entre París y Nueva York. Esta dimensión internacional convierte It Must Be Heaven en una reflexión en torno a la identidad, la falta de pertenencia, el exilio y el mundo globalizado, donde tanto caben sketches en torno a la presencia militarizada en estos países como sobre los males de esas productoras que ruedan films en torno a la conquista de México en inglés o no entienden que un cineasta palestino no hable de otra cosa que del conflicto político en su zona. Una delicia de humor poético, surreal e irónico para cerrar la 72 edición del Festival de Cannes.