A principios de 2018 me mordió una serpiente negra que me tuvo muñeco un año. En todo ese tiempo solo encontré fuerzas para ir al cine un día. Una tarde de julio salí de casa andando muy despacio y tomé la ruta más corta y me metí en la sala más grande, y con el segador sentadito a mi vera procedí a atender los primeros compases de Misión imposible: Fallout.
Mi condición no era óptima, la mitad de la trama no la entendí (tampoco había mucho que entender), pero la lágrima que me brotó cuando empezó a sonar el tema de Lalo Schifrin brotaba de mi corazón. Era una lágrima salada y verdadera que me estaba robando Ethan Hunt. Tom Cruise en la piel de Ethan Hunt escuchando el recado de su nueva misión. ¿Dónde estaremos mañana?, parecía preguntarse el agente secreto apenas alumbrado por las luces de la melancolía.
Ethan Hunt recibe mensajes encriptados en los que se habla de hipótesis y se manejan futuribles, pero en verdad el futuro nunca acaba de llegar porque el tiempo es un presente perpetuo. Siempre lo será, podríamos decir si preferimos conjugar el axioma en futuro. Las películas de Misión Imposible son inminencia, tiempo presente 'unchained', pura traumatología en marcha. Tom Cruise está dispuesto a correr por los tejados detrás del destino si es necesario, pero la realidad suele ser muy otra.
Cuenta Bret Easton Ellis en su último libro, un ensayo entreverado de memorias titulado White, que aquella escena de su novela American Psycho en que el protagonista se encontraba con Tom Cruise en un ascensor estaba tomada de la realidad. A finales de los años 80, el escritor vivía en un inmueble de Nueva York donde tenía por vecino al actor, que por entonces contaba 27 años, era un icono generacional y estaba en tránsito hacia la nueva fase de su poder, la planetaria. Tom Cruise, eterno estereotipo de nada, vestía pantalones vaqueros, camiseta blanca y una chaqueta Armani, y en un momento dado se quitaba sus gafas Wayfarer y advertía al psicópata Patrick Bateman: “Te sangra la nariz”.
American Psycho era una sátira despiadada del pensamiento empresarial y del liberalismo rampante, una novela de terror frontal que veinticinco años después fue reconvertida en comedia musical de Broadway y que hoy permanece vigente en un mundo que ha sucumbido definitivamente a la cultura corporativa y a la economía de la reputación que gobierna la era de los 'likes'. Easton Ellis, que dice observar el mundo desde la quinta más pesimista e irónica de la historia (nació en el 64) y que se refiere a la 'millennial' como generación 'snowflake', apunta que si escribiera American Psycho ahora, Patrick Bateman trabajaría en Silicon Valley.
Pero las novelas y las películas son formas artísticas que pertenecen al siglo pasado, el siglo XXI no sabe apreciarlas, eso dice Easton Ellis y entre una cosa y otra menciona las disensiones profundas, las contradicciones y la crueldad y la pasión y el fraude que constituyen el hecho de ser humano. Y trata de recordarle a una generación desorientada que en el arte el mensaje es estético, que lo estético es el contenido, que ha de serlo, que en el cine y en la literatura la expresión debe prevalecer siempre sobre la ideología. Porque la ideología no es identidad. La ideología no es más que ideología.
En una de las escenas más emocionantes de esa última misión imposible (y que a mí me trajo a la memoria C’était un rendez-vous, aquel cortometraje fabuloso que hizo Claude Lelouch en 1973), Tom Cruise se cruza medio París contra dirección. Esas son las cosas que importan. Medio París contra dirección me lo he cruzado yo andando, sin prisa ninguna y con maneras de esnob, pero si lo haces corriendo ya es otra cosa, se convierte en Nouvelle Vague.
Atravesando París despacio, precisamente, nos metimos un día a ver The Canyons, una de esas películas que aquí no se entienden pero que en un pequeño cine francés pueden resultar un placer inesperado. Bret Easton Ellis y el director Paul Schrader habían levantado con sus propias manos aquella película estrafalaria que en un visto y no visto volvió a caerse por su propio peso, todo ello mientras Tom Cruise atravesaba a lomos de su motocicleta el espacio y la luz, cruzaba regiones de inverosimilitud y superaba corrientes gravitacionales. Ah, pero qué buena resultó ser The Canyons, qué disparate, qué simpáticas son las películas incomprendidas.
En White, un ensayo contra los privilegios, la hipocresía y la corrección política que, si hubiera que decirlo, habría que decir que no es un buen libro aunque tiene un par de momentos, Easton Ellis habla de otra película incomprendida de Schrader como fue American Gigolo. Lo hace en un ensayo brillante al que siguen otros divagares, como su amor por Joan Didion, la canonización infundada de David Foster Wallace, el creciente culto a la victimización o la presunta superioridad moral de la izquierda y su empeño en un lenguaje policial que la iguale a su némesis. Y nos recuerda que el ídolo de Patrick Bateman, como el de todo emprendedor, no era otro que Donald Trump.
El escritor se detiene también en Tom Cruise, merodea el enigma, subraya que el actor ha sido una de las pocas figuras que logró franquear el 11S y que pasó intocado del tiempo de la ironía a la era del cinismo, algo que ni Madonna supo hacer. Y se pregunta cómo es posible que alguien sin rastro de carisma, que carece de virilidad, un hombre más bajito de lo que parece, de sonrisa granítica (sonrisa de selfi) y de amabilidad perfectamente fingida, la misma que reglamenta esas latitudes fascistas que son las redes sociales (habla mucho de redes, Easton Ellis, y en esa preocupación resulta algo insustancial), se haya convertido en la mayor estrella del mundo contemporáneo.
Yo solo sé que el año pasado vi una única película pero me fue suficiente. Sé que Tom Cruise se torció un tobillo saltando de un edificio a otro y entiendo que lo hizo en mi beneficio. Y supe también que a Henry Cavill, que en pantalla llevaba un bigote porque algo escondía, la Paramount le prohibió afeitarse cuando la Warner lo reclamó para rodar algunas tomas extra de La liga de la justicia, película donde acababa de encarnar a Superman. El mostacho tuvo que ser eliminado con herramientas digitales y en Internet se destacó mucho la imagen insólita de un hombre de acero de tal guisa, un Superman con un bigote español, pero la imagen significativa, la que de verdad habla de estos tiempos, es la del puñado de adultos que en algún momento se sentó a una mesa para discutir aquel conflicto de intereses.
Ahora no me acuerdo muy bien, pero creo que la última misión imposible empezaba con Ethan Hunt sentándose a escuchar las instrucciones en un entorno lóbrego que a mí me pareció iluminado por Rembrandt. Cuando Tom Cruise se sienta es que algo pasa. Luego el mensaje anunciaba su autodestrucción como es costumbre en la serie, pero esta vez lo hacía sin alharacas, en un triste suspiro de magnesio. Ahí es donde lloré. Y llorar, no lo olvidemos, es la primera cosa que hace uno al llegar al mundo.
En plenitud y llegados a este punto, atrás el túnel amarillo de la enfermedad, telefoneo a un amigo que conoce a Tom Cruise para preguntarle a qué huele Tom Cruise. Quiero saber si huele a estratega, a imperio o a desengaño, si tal vez apesta a recursos humanos. Porque Tom Cruise es mucho más que un psicópata, es todo un oficinista. Uno que no está dispuesto a llegar tarde ni el día en que se muera. Pero mi amigo comunica. Está comunicando. Habla con alguien mientras Tom Cruise, pachucho, aguarda en silencio y tal vez rememora la última frase que Bret Easton Ellis escribió en American Psycho: “Esto no es una salida”.