Ocurre algo extraño con la última película de Jim Jarmusch y es que no me acuerdo nunca de cómo se llama. No logro fijar el título pese a que en su transcurso se dice muchas veces porque da nombre a una canción que la atraviesa como 'leitmotiv'.
Los muertos no mueren se titula así y es una película con la tensión baja como todas las de su autor, que a mí me gustan siempre por eso mismo, por temperatura, porque se está en ellas sin obligaciones y porque son de una poética lacia muy grata a los espíritus perezosos.
Las películas de Jarmusch pueden ser mejores o peores pero no pueden ser malas o buenas, no admiten esas reducciones que hablan más de la abulia del espectador que de la película misma, que en el caso de esta última, que si no releo no consigo recordar cómo se titula, parte de un supuesto que no puede ser más afortunado: Jim Jarmusch, el jefe del 'underplaying', pilotando una de muertos vivientes.
Tiene todo el sentido. En el cine de Jarmusch, eso que parece desmayo es en realidad expresión estupefacta, asombro ante el milagro, celebración quieta y parada de la existencia. Y esa congelación da el punto exacto donde se cifra el cineasta, en el pasmo ante la vida.
Los zombis, en realidad, están muertos hace ya mucho tiempo, desde que los pusieron a trabajar en una serie de televisión. La televisión engorda, se dice, en la televisión uno se abandona, y así se entiende que allí los zombis fueron despojados de su naturaleza, los desactivaron y por eso en la peli de Jarmusch toman café y brebajes energéticos, porque están aletargados y tratan de despejarse, y por eso también está tan presente en la película esa gasolinera en la que se resume toda la mitología, el combustible que alienta a estas criaturas que no tienen sangre en las venas y que van buscando ansiolíticos porque en vida no supieron pasear, que al fin y al cabo es caminar despacio, o que buscan wifi para sus móviles porque Jarmusch es muy aficionado a hacer chistes de la obviedad y a armar películas en torno a un sentido del humor pituso, infinitesimal, un humor que no emerge sino que se cae, se derrama, fluye a velocidad de melaza entre flores de plástico, que son las que lleva uno al cementerio cuando no tiene intención de volver.
Lo de los móviles en el cine es un tema. A la gente nos cuesta cada vez más abstraernos de una realidad propia y por eso nos preocupa tanto la cobertura en las películas. El móvil expresa en sí mismo la ausencia de aventura, la vivencia diferida, por eso no hay película de terror que no lleve la escena dichosa en que los telefoninos quedan neutralizados, en donde se enuncia que no hay cobertura y el espectador transige a sabiendas de que solo así puede proseguir el relato, de que el móvil es sinónimo de parálisis y que si hay un móvil a mano nadie va emprender la búsqueda de la gasolinera más próxima o de una cabina telefónica (aquellas cabinas que más que teléfonos fijos eran teléfonos inmóviles, incontestables) si es que está siendo cine de época o de provincias.
En Barcelona hay un cine del que te echan a escobazos si se te ocurre sacar el móvil. Es la sala Phenomena, que regenta el también director de cine Nacho Cerdà, un hombre contra el mundo (lleva un palo) que mientras dure la película no te va a permitir mirar ni la hora. A mí esto me parece muy bien porque en mi noción de sacrificio siempre he creído que una de las obligaciones que se contraen cuando se procede a la ceremonia es el aburrirse como una ostra si la película así lo requiere. Y bostezar y repantigarse o salirse a tomar el aire, pero de ninguna manera mirar cuánto queda o en todo caso hacerlo con discreción en un reloj de pulsera y manecillas. Al menos tomarse la molestia de buscarle a la esfera el reflejo vivo de la pantalla. Nunca, bajo ningún concepto, sacar a la intemperie el móvil. Sacar el aparato es una inelegancia en todos y cada uno de los contextos de la existencia.
A Jarmusch, si retomamos el hilo -como si supiéramos lo que estamos escribiendo aquí-, la hora le es indiferente porque a él ya se le volvió el pelo blanco antes de tiempo, y de ahí esa laxitud suya y ese algo opiáceo, esa resaca vital y los cojones tan grandes como para meter una tonadilla 'country' surcando una peli de zombis.
El cine de Jarmusch, en fin, tiene aspiraciones de fruslería para que no le molesten, y esto se ve bien en la música que hace al margen de sus películas, unas letanías que no hay quien aguante porque las hace para sí mismo como debe hacerse los porros, salteándolas de metáforas chusteras y de alegorías con caballos blancos, puertas a la eternidad, fuegos liminales y movidas telúricas desenfrenadas. Tostones, respiraciones artificiales en el mejor de los casos.
La música de Jim Jarmusch no nos interesa pero luego es verdad que el tío piensa sus películas como canciones, de ahí esas equivalencias, esos fraseos que se repiten, por eso tanta imagen en rima consonante y por eso el rodearse de músicos, Tom Waits, Iggy Pop, RZA o esta chica de gesto menudo, Selena Gomez, que seguro que algo canta porque la gente ha murmurado en la sala cuando ha salido su nombre en los créditos.
El cine de Jarmusch es un cine sin porqués, sin prisas y sin preocupaciones. Por eso considero que una película de zombis le sienta muy bien aunque mucha gente haya salido del cine diciendo que es tediosa y tampoco anden desencaminados, pero es que yo creo que el tedio es bueno, que los malos somos nosotros. El tedio no es nada, es inocuo, el tedio es la ausencia de todo menos de uno mismo. El tedio es una laguna de tiempo y de comparecencia, de propósito y de ambición. Nada que ver con el aburrimiento, que eso sí que es la muerte. La muerte, de hecho, es lo más aburrido que hay en la vida, por eso en la película ésta que ya nadie recuerda cómo se llama los muertos salen de sus tumbas, abandonan su condición y lo hacen como tiene que hacerse, con las manos por delante, requeridores, porque a diferencia de los vampiros, que no se mueren ni a la de tres, los zombis no se pueden estar muertos. Y esto es una cosa que Jim Jarmusch no solo sabe de sobra sino que es inherente a su cine, que es un cine inducido por el esplín, motor en reposo de la poesía toda.