Cada edición del Festival de San Sebastián hay una película que se lleva el premio al 'WTF' de la Sección Oficial. El año pasado fue la locura de In Fabric de Peter Strickland y este, aunque todavía quedan filmes por ver, The Other Lamb tiene muchas papeletas para ello. La cinta, dirigida por Małgorzata Szumowska, sigue a Selah, una joven nacida en el seno de El Rebaño, una secta en la que todos sus miembros son mujeres menos su líder, al que llaman Pastor. Sus integrantes viven en el bosque y están divididas en dos grupos: esposas e hijas. La protagonista es una de estas últimas y una gran devota, pero sus conversaciones con Sarah, una mujer apartada por ser considerada impura, harán a Selah cuestionar a su líder.
The Other Lamb gana más en su forma que en su historia. Aunque las tramas despiertan cierto morbo por descubrir qué ritos lleva a cabo el culto, Szumowska demuestra que lo suyo es jugar con la cámara proponiendo ideas muy interesantes. Pero el largometraje es tan pretencioso que lo que cuenta no está a la altura del cómo y alguna que otra escena ha provocado las risas entre los asistentes a la proyección. Cuando lo que se buscaba era todo lo contrario.
El filme se centra en lo femenino, con una Rafey Cassidy como protagonista que da mucho más de lo que la película ofrece. La sangre es uno de los ejes centrales de la historia y el Pastor, una suerte de Jesucristo con aires de Charles Manson interpretado por un Michiel Huisman con pelazo y falda, representa el poder de lo masculino sobre la mujer. Cuando tienen la regla son separadas del grupo por impuras, el Pastor elige a cuál de ellas da su "gracia" (con quien mantiene relaciones sexuales) y no duda en golpearlas violentamente o ahogarlas si no obedecen.
The Other Lamb recuerda a El Cuento de la Criada de Margaret Atwood con la separación por colores de sus personajes. En la historia de la escritora canadiense, son las esposas las que van de verde y las criadas de rojo. Aquí, son las esposas del Pastor las que visten el rojo y sus hijas las que llevan el verde. También tiene algo de La bruja (2015) de Robert Eggers con su escenario bucólico y las escenas oníricas de la confrontación de la protagonista con el Pastor en forma de carnero.
Tristemente, la película no tiene suficiente fuerza como para que su final tenga el impacto deseado. En su desenlace, Szumowska refiere al poder de las leyendas, de las historias y del folclore haciendo también un guiño a la oveja negra del rebaño. Una pena, porque ideas le sobran.
'Y llovieron pájaros': Una segunda juventud a los 70
También en Sección oficial vemos Y llovieron pájaros, lo nuevo de la directora Louise Archambault. El filme sigue a tres ancianos ermitaños que viven, por elección propia, aislados en un bosque. Cuando uno de ellos muere, su tranquila vida se ve sacudida con la llegada de una fotógrafa encargada de entrevistar a los supervivientes de un incendio ocurrido hace años y la de una mujer que ha pasado toda su vida encerrada en un psiquíatrico.
Archambault, que también escribe el guion, cuenta una historia de decisiones, aislamientos -impuestos y voluntarios- y, más importante, de segundas oportunidades. Toda ella con tintes del Walden de Henry David Thoreau o la novela autobiográfica de Sue Hubbell Un año en los bosques. La realizadora nos mete en esta vida ermitaña de la mano de Marie-Desneige, una mujer a la que su padre encerró cuando solo era una adolescente porque, según él, llevaba al demonio por dentro. Y es ya de anciana cuando empieza su verdadera vida aprendiendo a nadar y a pescar. También a experimentar lo que es ser besada y acariciada por primera vez. Y a empezar a sobrellevar el vacío del hijo que le arrebataron al nacer y que todavía la quema por dentro.
Y llovieron pájaros es entrañable y destaca por su relato, adaptado de la novela homónima de Jocelyn Saucier, y por las interpretaciones de Gilbert Sicotte y Andrée Lachapelle. No hay nada en ella a la que se pueda poner pega. El filme está contado con una gran sensibilidad y delicadeza. Una joya a tener muy en cuenta de cara al Palmarés de este año.
Andrea Zamora
Día de pesadilla con 'Vendrá la muerte y tendrá tus ojos'…
No hay edición de San Sebastián sin uno de esos días en los que se tuerce absolutamente todo. En la tercera jornada habíamos tenido mucha suerte con Hasta siempre, hijo mío de Wang Xiaoshuai (Perlas) y The Audition de Ina Weisse (Oficial), así que sólo era cuestión de tiempo que viésemos la otra cara de la moneda. Si en los últimos años se me atragantaron Soldados. Una historia de Ferentari (2017) de Ivana Mladenovic y Viaje a Nara (2018) de Naomi Kawase, en este se me han hecho interminables Vendrá la muerte y tendrá tus ojos del chileno José Luis Torres Leiva y A Dark-Dark Man del kazajo Adilkhan Yerzhanov, ambas en la Sección oficial. Pero vamos al lío, ¿no te parece?
Empecemos con Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que toma su nombre del poema de Cesare Pavese y que ha provocado que varias personas abandonaran la sala siete de los Cines Príncipe. Con guion de Torres Leiva, la cinta nos presenta a María (Julieta Figueroa) y Ana (Amparo Noguera), dos mujeres que llevan juntas toda una vida y que tienen que enfrentarse a la enfermedad de la primera. Esta no quiere tratarse y la pareja se muda a una casa del bosque hasta que la muerte llegue sin avisar y rompa su unión.
Confuso, errático y de un lirismo un tanto aparatoso, este drama sobre la aflicción y la impotencia que supone aceptar la muerte (propia y ajena) sufre sin remedio en su intento frustrado de encontrarse a sí mismo. Hay dos y hasta tres películas en sus 'escasos' 89 minutos y su director, no me preguntes por qué, no se decide por ninguna de ellas. La composición de planos es bellísima y Figueroa y Noguera hacen cine en mayúsculas. Eso hay que admitirlo. También hay un esfuerzo porque suframos y respiremos su dolor. La cámara se sitúa muy cerca de ellas y, aunque no se nos cuenta demasiado de su historia, la distinguimos igualmente en las hermosas arrugas que flotan en sus rostros; en sus manos y en sus dedos, que se agarran con fuerza en un acto desesperado como diciendo: "No me olvides cuando te vayas. No me olvides nunca".
Una niña criada como una salvaje en pleno bosque, un tío casado y con hijos al que se le quedó grabado un encuentro pasional con otro hombre… El filme está salpicado de estos segmentos que, en lugar de potenciar su armonía y vigor, suscitan desconexión y fastidio en el espectador. Tampoco ayuda la voz en off como recurso creativo, encajada en los labios de diferentes personajes a modo de cuento -a mí me ha recordado, sin realismo mágico de por medio, a la de Como agua para chocolate (1992) de Alfonso Arau. La verdad es que no ha gustado mucho y en Twitter ha despertado comentarios como el siguiente: "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos… pero que venga rápido, por favor".
… y ‘A Dark-Dark Man’
Con todo esto, hemos saboreado la coproducción entre Chile, Argentina y Alemania como si se tratara de una ambrosía en comparación con A Dark-Dark Man. Si te soy sincero, he sido incapaz de terminarla tanto por sus graves problemas de ritmo como por sus imposibles y ridículos vaivenes de tono. Leerás que “no es para todo el mundo” y que "se toma su tiempo"; que “sorprende con su final”. Mi consejo es que ni lo intentes.
Lo último de Yerzhanov, también director de The Plague at the Karatas Village (2016) y The Gentle Indifference of the World (2018), comienza con el asesinato de un niño en una aldea kazaja. El supuestamente inconmovible detective Bekzat (Daniar Alshinov) quiere quitarse la investigación de encima cuanto antes porque, al parecer, la policía ya ha encontrado un sospechoso: Pukuar (Teoman Khos), una persona con discapacidad. Pero, enviada desde arriba, llega de la ciudad la periodista Ariana (Dinara Baktybaeva) y, por una vez en su vida, Bekzat sigue el protocolo para intentar resolver el crimen.
Ininteligible y tediosa es lo más suave que se puede decir de A Dark-Dark Man, para la que todo vale con tal de ofrecer un encuadre que resulte estimulante. El cineasta se embrolla él solo en un sinsentido irritante y desaprovecha la palanca dramática que hubiera sido el destapar más a fondo el pequeño universo de la corrupción policial en Kazajistán, el abuso de sus agentes y la férrea competitividad entre ellos. Se habla de manipulación, de soborno y de coacción de testigos. Pero, curiosamente, no hay emoción ni suspense algunos. Se echa en falta tensión y ‘crescendo’. Si un crimen a sangre fría en pantalla te produce total indiferencia, sabes que la película tiene un problema. Y uno bastante gordo. Eso si decidimos pasar por alto la fragilidad antropológica de los personajes, que van de la ingenuidad pueril (Ariana) al pesimismo existencial (Bekzat). Eso sí que es tenebroso y no el "oscuro" por partida doble del título.
Santiago Gimeno
‘Zeroville’: Dictadura de vanguardia mal entendida
Al final se cayó de la competición oficial -la película se estrenó en Rusia hace un par de semanas, saltándose a la torera las regla del Festival de San Sebastián (se entiende: la película no salta, fueron los productores, quienes por desidia o desgana, dieron más importancia a una cosa que a otra)- pero sí se proyectó Zeroville en la Zinemaldia, la que vendría ser la película número 20 de James Franco como director (no cuento documentales). Basada en la estupenda novela homónima de Steve Erickson, Zeroville es un relato de cine-dentro-del-cine, donde el mito, la pasión y la enajenación se tejen como si cruzaras Érase una vez en… Hollywood con la literatura de Thomas Pynchon. La novela, hablo. Porque la película de Franco sigue exactamente en la misma línea que sus obras más presuntamente artísticas, desde sus inaceptables adaptaciones de Faulkner -El último deseo (2013), The Sound and The Fury (2014)-, a sus terroríficas adaptaciones de Steinbeck -En lucha incierta (2016)-, a cosas que ya no sé ni cómo acercarme, caso de su aproximación al clásico ‘leather' de William Friedkin A la caza (1980) con Interior. Leather Bar (2013).
Zeroville podría haber buscado el empate, en la línea de la muy apreciable The Disaster Artist (2017), pero no, Franco tenía que volver a la dictadura de la vanguardia mal entendida y, mientras cruza referencias explícitas (ya venían en la novela) a George Stevens, Carl T. Dreyer, Wilder, John Ford, Francis Ford Coppola, Alejandro Jodorowsky y David Lynch, crea un aburridísimo y pretencioso artefacto que no es capaz de salvar ni el buen hacer de sus colegas Seth Rogen, Craig Robinson y Will Ferrell. Por razones que escapan a mi comprensión, Franco piensa que puede emular tanto al Orson Welles de Fraude (1973) como al Antonioni de Blow-Up (1966), quedándose ya no en el camino, sino en la mismísima casilla de salida. Así este relato de un hombre enfebrecido de cine a la caza de la película oculta entre los fotogramas de las obras maestras del cine acaba convirtiéndose en una chorrada supina a la que no hay que prestar mayor atención.
Alejandro G. Calvo