Ahogados como estamos en el debate sobre el cine histórico español merced al ladrillo de Alejandro Amenábar sobre el alzamiento de Franco y el Día de la Raza, qué bien sienta una película tan libre, divertida y retorcida como Ventajas de viajar en tren, ópera prima de Aritz Moreno tras su exitosa vida en el campo del corto: ¿Por qué te vas? (2010) y Cólera (2013), entre otros. La película, que adapta la novela homónima de Antonio Orejudo Utrilla, sigue tres historias cruzadas donde realidad y fantasía se disuelven en función del grado de locura del narrador. Un soldado destinado en Kosovo se enamora de una médico que vende su cuerpo para costear medicinas para su improvisado hospital. Una mujer llega a casa y descubre a su pareja jugando con heces. La misma pareja en un juego de dominación y sumisión que coquetea con la zoofilia. Un hombre-larva educado en reclusión trata de aplicar sus denegados conocimientos sobre el amor con una chica coja. Un basurero manco en Murcia es acusado de triturar gente en su camión de trabajo. Historias loquísimas, truculentas, imposibles, todas ellas abordadas con un humor oblicuo que podría conectar con Juan Cavestany o Julián Génisson, al servicio de un reparto que vuelve a probar la gran altura cómica del cine español: Ernesto Alterio, Quim Gutiérrez, Pilar Castro, Luis Tosar, Javier Botet, Javier Godino y Macarena García, intercambian juegos de roles en este cuenta-cuentos fascinante y perturbador a partes iguales. Primer madrugón (el pase fue a las 8.15h) que mereció la pena en Sitges 2019.
'Vivarium': un relato surrealista y pesadillesco
Estrenada en la pasada Semana de la Crítica del Festival de Cannes, Vivarium, también presente en competición oficial, es el segundo largometraje del realizador irlandés Lorcan Finnegan, tras Without Name (2016) -que no he visto-. Protagonizada por Jesse Eisenberg e Imogen Poots (una de las chicas de la banda punk de Green Room (2015)), sobre un relato del mismo Finnegan y Garret Shanley, Vivarium es un mind-fuck muy propio del festival: un relato surrealista y pesadillesco donde la realidad se disuelve en un sinsentido destinado a perturbar por igual a protagonistas y espectadores. Quizás parábola sobre la dificultad de comprar una primera casa, puede que una alegoría sobre el paso del noviazgo a formar una familia, la película de Finnegan plantea como una pareja acaba atrapada en una urbanización de casas adosadas -es como Arroyomolinos pero en verde- por el mero hecho de que, una vez dentro, ya no puedes salir. Su único contacto con el exterior serán una serie de cajas con útiles para supervivencia donde igual hay comida envasada como un bebé capaz de desarrollarse increíblemente rápido. A medida que el absurdo se instala en sus vidas el aburrimiento lo hace en el espectador. El niño que no para de crecer y ser un absoluto demonio para la familia, convierte Vivarium en algo de difícil visionado por pesado, gritón e insoportable. No dura mucho pero aún así uno se pierde por el camino. De tal forma que cuando parece que vaya a haber un final donde se dé algún tipo de explicaciones, cuando este llega, ya tanto da que da lo mismo. Menos mal que arreglamos el desaguisado por la tarde, donde nos dimos un baño de exploit con el clásico Los nuevos bárbaros (1983) de Enzo G. Castellari.