El segundo día de la 68ª edición del Festival de San Sebastián vemos El verano que vivimos. Dirigida por Carlos Sedes (Fariña), lo nuevo de Blanca Suárez (Las Chicas del Cable) se proyecta dentro de la sección Gala Benéfica y el dinero recaudado irá a parar a DYA Gipuzkoa, una asociación sin ánimo de lucro destinada a la asistencia, prevención, salud y bienestar de las personas.
Ambientada en dos periodos de tiempo, El verano que vivimos narra dos historias conectadas con 40 años de diferencia. Isabel, una joven periodista, comienza sus prácticas en un pequeño diario de una localidad gallega. Allí descubre unas misteriosas esquelas que llegan al periódico siempre en la misma fecha. Siempre sin firma. Siempre dedicadas a una mujer llamada Lucía. A través de estos fragmentos de recuerdos del pasado se va tejiendo una historia de amor y de traición forjada entre las viñas de Jerez en el verano de 1958. Un triángulo amoroso que se crea con la llegada de Gonzalo a Andalucía, un arquitecto que construirá la bodega de su amigo Hernán, quien está prometido con Lucía. Suárez es el eje central del largometraje y Javier Rey (Orígenes secretos) -en el papel de Gonzalo- y Pablo Molinero (La peste) -en la piel de Hernán- los remates restantes.
Es a través de Isabel, su investigación y su viaje por los diferentes lugares por los que pasó Gonzalo con los que el espectador va descubriendo lo ocurrido en ese verano del 58. En su travesía la acompañará el personaje de Carlos Cuevas, el hijo del arquitecto que desea descubrir quién era realmente su padre. La película va saltando de un pasado ya vivido a un presente todavía por recorrer. Para la historia de Lucía, una mujer decidida y resuelta, Sedes colorea de dorado cómo va forjándose su romance con Gonzalo. Y utiliza la cámara para acompañar las miradas de los protagonistas. Unas veces temerosas, como cuando este último intenta apartar los ojos de una Lucía que baila. Otras veces osadas, cuando ambos personajes van descubriendo la atracción entre ellos.
Las actuaciones del reparto cumplen con lo exigido para esta historia. Suárez, por su parte, incluso pone acento andaluz y lo hace sin que ese añadido -la actriz es madrileña- anule su trabajo. Rey consigue confeccionar a un Gonzalo que resulta adorable, encantador y amable. Molinero, por otro lado, es capaz de generar simpatía y animadversión con un personaje que se presenta inicialmente como alguien benévolo y se va transformando en alguien hostil y antagónico.
El verano que vivimos será del agrado de aquellos que disfrutan con romances imposibles. El filme es, al fin y al cabo, una historia sobre los recuerdos, la memoria y cómo el amor puede franquear algo tan inalterable como es el tiempo.
‘Passion Simple’: Obsesión que amuerma
En Sección Oficial vemos Passion Simple, el nuevo largometraje de la directora Danielle Arbid (Peur de rien). Hélène, interpretada por Laetitia Dosch (Una pequeña mentira), es una madre separada que mantiene una aventura con un hombre ruso casado al que da vida Sergei Polunin (Asesinato en el Orient Express).
“Desde septiembre del año pasado no he hecho más que esperar a un hombre”, dice la protagonista al inicio de la película. Y con esa frase se resume la historia que Arbid, también guionista del proyecto, cuenta en la gran pantalla. Desde que lo conoció, el amante de Hélène se ha convertido en su forma de medir el tiempo. Un hombre que dicta el momento de sus tórridos encuentros sexuales sin dejar que sea ella quien tome la iniciativa. El resto de sus días, cuando no está con él, es una autómata. Va a la compra, va a al cine, da clases de literatura en la universidad… Pero siempre pegada al móvil. Siempre pendiente de que tenga cobertura por si él se pone en contacto con ella. No importa nada más.
Arbid consigue introducir en el espectador la obsesión de Hélène y su dependencia emocional con su amante, con quien, en realidad, no tiene nada en común más allá del sexo. A él poco le interesa lo que ella tenga que contarle y lo que le pase. Es un objeto con el que puede jugar y utilizar a su antojo. Pero obsesión, precisamente, no es lo que provoca Passion Simple. Los encuentros entre ambos personajes se vuelven tediosos y el resto del relato amuerma. En realidad, lo único que quieres es gritarle a Hélène que acabe ya con esa toxicidad que rodea su vida y que envenena sus días. Por ella, sí, pero también por si la película termina de una vez por todas.
Andrea Zamora
‘Verano del 85’: Un François Ozon a la deriva
Tengo un problema con el cine de François Ozon y empezaré por ahí. Suele gustarme más cuando está contenido que cuando se desenvuelve en pantalla de adentro hacia afuera. Por eso prefiero películas suyas como En la casa (2012) y Frantz (2016) antes que Una nueva amiga (2014) o esta Verano del 85 (2020), que compite en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián.
Parcialmente basada en Baile en mi tumba de Aidan Chambers, el nuevo filme del director de 8 mujeres (2002) y Joven y bonita (2013) nos presenta a Alexis Robin (Félix Lefebvre, Le chalet), un joven de 16 años que vive en la década de los 80 en Normandía, al norte de Francia, y que está a punto de ahogarse en el pequeño velero de un amigo hasta que David Gorman (Benjamin Voisin, Un vrai bonhomme), un poco mayor que él, lo rescata y le ofrece la amistad que siempre ha soñado. Aunque queda por dilucidar si esta será tan efímera como las vacaciones.
Ozon no pretende en ningún momento esconder sus cartas y desvela prácticamente al comienzo que David ha muerto. Desde entonces, con saltos entre el pasado y el presente, Alex relata cómo se fraguó su afecto y su después relación romántica en la época estival del 85. Aunque menos cínico y desconfiado, el protagonista, de cara angelical e inmaculados ojos azules, es una suerte de Holden Caulfield trágico que intenta encontrarse a sí mismo sin éxito. Él mismo se describe como un chalado, que no loco, con una curiosa (e insustancial) inclinación por la muerte.
“Inventamos a los que amamos”, lamenta Alex durante una conversación con Kate (Philippine Velge, Station Eleven), una ‘au pair’ inglesa con quien se topará en Normandía y que formará parte de su vida y de la de David. Probablemente ni él mismo sabe si vio con claridad a su salvador o ajustó su romance y lo adaptó a sus deseos más íntimos. La cuestión es que, como el Odiseo de Homero, vive enganchado a su amante en su particular y pasajera Ogigia. Por eso el barco de David se llama Calipso, en honor de la ninfa hija de Atlas que mantuvo a Ulises junto a ella largos años hasta que este empezó a extrañar Ítaca. Sólo que esto no es ningún cuento mitológico y el francés altera los hilos del destino y convierte a la víctima del mito en causante del tormento y somete al héroe del poema épico a un colérico desconsuelo.
Recorridos en moto a toda velocidad, peleas inesperadas, pasiones a puerta cerrada, besos furtivos a escondidas de la (pintoresca) madre de David… Ozon compone un verano de ensueño, cálido, acrisolado y quizá precipitado. Pero sus extravagancias vuelven translúcido el tejido del relato y los hilos se ven en demasía, lo que provoca que Alex, su viaje, sus gozos y sus padecimientos parezcan más los de un personaje inverosímil que los de un ser humano de carne y hueso. Su historia de formación y su insoportable tristeza, que teclea en una máquina de escribir porque apenas puede verbalizarlas, languidecen entre profesores de instituto, asistentes sociales, padres que aparecen y desaparecen sin una intencionalidad clara y hasta fugaces visitas a la morgue con travestismo incluido. Hay una danza errática en el cementerio donde descansa David, una promesa al difunto, que ejemplifica a la perfección, en mi opinión, la deriva que acusa todo el largometraje. Como reza el ‘Sailing’ que suena de fondo mientras Alexis se despide con todo su cuerpo en relampagueante movimiento, el prometedor planteamiento navega, y acaba hundiéndose sin vela ni timón, por efecto de unas aguas tormentosas.
‘La mujer del espía’: “De verdad, confío en ti”
Si Verano del 85 trata sobre las ilusiones que proyectamos en los demás, La mujer del espía, del veterano cineasta japonés Kiyoshi Kurosawa (Tokyo Sonata, Penance, Viaje hacia la orilla), va más sobre el ejercicio elástico de confiar en alguien, sobre la fe que depositamos en el otro y sobre cuánto se estira esa cuerda y si alguna vez esta se rasga con nosotros en uno de los extremos. En Perlas, era una de las propuestas que más interés me generaban tras su paso por el Festival de Venecia y me duele decir que no me ha convencido del todo. Y, aún así, cuenta con unas actuaciones sobresalientes de Issey Takahashi (Blank 13) y Yû Aoi (Hula Girls) como Yusaku y Satoko Fukuhara.
Con libreto del propio Kurosawa en colaboración con sus pupilos Ryûsuke Hamaguchi y Tadashi Nohara (Happy Hour), la primera cinta de época del director se inicia en 1940, cuando Japón firma una alianza tripartita con Alemania e Italia y juntas forman las potencias del Eje. Nos encontramos en Kōbe, al suroeste de Tokio, donde el matrimonio Fukuhara lleva una vida de privilegios gracias a la empresa comercial que dirige él. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el jefe de brigada Taiji (Masahiro Higashide, Asako I & II), antiguo amigo de la infancia y admirador de su mujer, cuestiona su carácter cosmopolita y sospecha de sus negocios con Occidente. Un buen día, junto a su sobrino Fumio (Ryôta Bandô, Silent Rain), Yusaku se traslada a Manchuria y allí contempla los horrores que su país está cometiendo contra la población. Impulsado por sus principios éticos, el hombre sacrifica su posición acomodada y emprende un arriesgado plan para denunciar los hechos a la comunidad internacional. A pesar de que lo tachan de espía y tras un malentendido, Satoko tomará medidas extraordinarias para garantizar sus deseos.
Pausada y de planos sostenidos, a La mujer del espía le cuesta arrancar. Pero cuando lo hace es una delicia ver el intercambio de gestos entre la pareja protagonista. Lo que calla Yusaku ante la imposibilidad de mentir abiertamente a su esposa y las dudas y la sorpresa en Satoko, a quien es fácil confundir con una despreocupada cónyuge que llena su tiempo coqueteando con el cine ‘amateur’. “De verdad, confío en ti”, le promete en un instante a su marido, cuando es evidente que no lo hace del todo. El vestuario de Haruki Koketsu es sublime, majestuoso e intencionadamente moderno para el período histórico que abarca la producción -presta atención a su evolución en Satoko y a cómo cambia la fotografía a medida que esta va destapando la verdad-, pero los giros de guion no siempre logran, a mi parecer, el efecto deseado.
La solidez del argumento y la intriga del mismo se resiente en ocasiones -tampoco ayuda el bamboleo de géneros entre el melodrama, la tragedia y hasta el terror-, aunque eso no limita el goce del espectador, que se pregunta una y otra vez si Yusaku es en verdad el espía que todos creen que es y si engaña o sólo protege a su mujer, que tampoco se despeina en eso del juego de las traiciones. El suspense, aunque no siempre perfecto, está asegurado hasta el final.
Santiago Gimeno