Nomadland no me ha parecido para tanto. Hala, ya lo he dicho. Este domingo nos tocó ver por la noche en el Teatro Principal de San Sebastián la película de Chloé Zhao (The Rider, Eternals) con la dos veces ganadora del Oscar Frances McDormand (Fargo, Tres anuncios en las afueras). Y hasta fuimos sorprendidos con un saludo grabado de ambas antes de la proyección, donde la también actriz de Quemar después de leer nos recordaba disfrutar de la comida de Donosti.
El filme, minimalista y poético donde los haya, está basado en el libro de no ficción País Nómada: Supervivientes del S.XXI de la periodista Jessica Bruder. Se ha coronado recientemente con el León de Oro en Venecia y ha hecho historia al triunfar este domingo en Toronto. Esta rareza -es la primera vez que la vencedora en la Mostra se lleva el People's Choice Award en el TIFF- la ha convertido de inmediato en favorita para los Oscar, que ahora se celebrarán el 25 de abril.
En un papel hecho a medida para ella, McDormand se mete en la piel de Fern, una viuda que recorre una América infinita a bordo de su furgoneta, que también es su casa, después de que una caída en la demanda de pladur hiciera que la USG Corporation cerrara su mina de Empire, Nevada, en 2011. La colonia industrial pasó a ser un pueblo fantasma y, para que te hagas una idea, el mazazo fue tal que hasta el código postal dejó de usarse por completo en unos meses.
A lo largo de sus menos de dos horas, vemos a Fern tejiendo, comiendo, orinando, defecando, haciendo puzles, embalando cajas de Amazon como empleada temporal para cubrir gastos, limpiando baños, sirviendo comida, leyendo en una lavandería, visitando la escultura de un dinosaurio gigante… Pero Zhao, que también firma el guion, invierte la mayoría del tiempo en que sintamos la frugalidad de su día a día y en que vivamos con ella en la calzada, como hace Richard Ford con su Frank Bascombe en perpetuo movimiento. Por eso posiciona la cámara dentro y fuera de su Vanguardia, su vehículo-hogar, y la sitúa como un bloque minúsculo de acero en medio de gigantescos paisajes que ponen en duda el capitalcentrismo y el antropocentrismo reinantes. La tierra árida. El asfalto únicamente iluminado por los faros y la melancólica música -que se vuelve algo machacona- del compositor Ludovico Einaudi. Como advierte la protagonista, no tener casa (‘houseless’) y carecer de hogar (‘homeless’) son cosas bien diferentes.
Mientras veía Nomadland no podía evitar pensar en la novela El clamor de los bosques de Richard Powers, Pulitzer de Ficción de 2019 y todo un canto a la vida natural. Como Patricia Westerford/Patty-Planta, uno de los personajes de la obra, imagino perfectamente a Fern leyendo A Natural History of North American Trees del botánico Donald Culross Peattie. Porque la felicidad para ella es bañarse desnuda en comunión con la naturaleza, ver las olas romper, observar de cerca a un imponente búfalo como si tuviera en la guantera volúmenes y volúmenes de ‘nature writing’. Se intuye que la pérdida de su marido fue demasiado dolorosa y McDormand, con sus ojos y sus gestos, moldea una personalidad que escapa de la sensación de comunidad y que la anhela al mismo tiempo cuando se relaciona ocasionalmente con otros ‘creyentes’.
Por si te lo has preguntado, Linda May, Swankie y Bob Wells, los tres mentores de Fern en la película, son nómadas modernos en la vida real. Y Zhao, inteligentemente, rebaja con ellos el tono poético que predomina en el filme y, con primeros planos y planos medios, da un aire documental a sus declaraciones. Pero, aún así, Nomadland sigue siendo una ‘road movie’ cargada de lirismo. Un lirismo de extraordinaria belleza y delicadeza. Pero también un lirismo afectado y estudiado. Por otro lado, no existe una denuncia ferviente y directa contra el capitalismo y en favor de aquellos cuya trituradora ha devorado, como veteranos de guerra o desempleados. No estamos ante ningún panfleto. Pero sí hay alusiones de Wells a la tiranía del dólar, al ciudadano que trabaja como un caballo y al fallido sistema de pensiones en EE.UU.
La vida ‘convencional’, la de vivir bajo un techo, despierta sentimientos encontrados en la damnificada de Empire. No rechaza a Dave, otro nómada interpretado por David Strathairn que se da una nueva oportunidad con su familia, pero siente que se ahoga entre cuatro paredes. Y a diferencia de los inmensos desiertos y de los robustos cactus, las camas, las sillas, las mesas y hasta los juguetes se sienten en pantalla como esqueletos inanes; como carcasas huecas de una vida pasada que ya no tiene sentido para Fern. Lo único que le importa es seguir adelante y reencontrarse con almas gemelas en la carretera, ya sea en esta o en la de más allá.
'El Gran Fellove’: De nota al pie de la historia a mito inmortal
Los festivales tienen estas cosas. Nunca en tu vida has oído hablar de Francisco Fellove y de repente no dejas de cantar su ‘Mango mangüé’ una y otra vez mientras caminas bajo la lluvia en San Sebastián. En Sección Oficial, dentro de Proyecciones especiales, hemos podido ver el fantástico documental El Gran Fellove, dirigido por el actor Matt Dillon (La ciudad de los fantasmas, Crash) y con guion de Josh Alexander (The Reagan Show, Costumbres sureñas). Y lo mejor de todo es que no se reduce exclusivamente a contar la historia de este cantante cubano de mirada ondulante y movimientos frenéticos. También gira en torno a toda una generación de músicos que en las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado emigró a México buscando un país donde no hubiera desigualdades raciales y donde su estilo musical fuera apreciado de verdad.
Las raíces del ‘feeling’, el chua-chua, las descargas… No hace falta que sepas nada de esto para entender este fascinante proyecto de Dillon, que en 1999 se trasladó a México junto a su amigo Joey Altruda para grabar con Fellove su último disco. El maestro tenía entonces 76 años y llevaba dos décadas sin hacer un álbum. El resultado, con canto scat, material de archivo y entrevistas con figuras como el trompetista Alfredo ‘Chocolate' Armenteros o el pianista Chucho Valdés recompone la trayectoria de Fellove, desde sus inicios en el modesto barrio de Colón, en La Habana, hasta su llegada a México a mediados de los 50 y su éxito tardío en su propia tierra.
El Gran Fellove, benévolo sin renunciar a incluir opiniones desfavorables, transita entre el análisis social e histórico de una época y la indagación en el personaje, un tanto más escasa. Con sus colosales colgantes, sus camisas estampadas y de motivos geométricos, sus boinas y su sombrero de pelo, me hubiera gustado saber más sobre Fellove con palabras del propio Fellove. Pero sus andares, sus rezos matutinos, su galantería y sus letras imposibles, acompañados siempre por la veneración de Dillon, convierten a esta nota al pie de la historia en un mito inmortal. Y lo será todavía más cuando después de la película salga su disco póstumo en 2021.
Santiago Gimeno
‘Any Crybabies Around?’: Una búsqueda del perdón que no emociona
Takuma Sato (Sticks and Stone) dirige Any Crybabies Around?, película japonesa que compite por la Concha de Oro en la Sección Oficial. El filme, ambientado en la ciudad asiática de Oga, comienza con la celebración del Namahage. Se trata de una tradición en la que una serie de hombres disfrazados con caretas monstruosas entran las casas de los niños para asustarles y que así se porten bien el resto del año. El protagonista es Tasuku (Taiga Nakano, Mother), uno de los pocos habitantes de la zona que mantiene con vida esta tradición anual. Es muy joven y acaba de tener una hija. Antes de acudir a la celebración, su pareja le da un ultimátum y él se emborracha durante el Namahage. Las consecuencias de sus actos son terribles: termina caminando ebrio y desnudo por las calles de la ciudad y apareciendo en la televisión. Por vergüenza y deshonor, decide trasladarse a Tokio y empezar desde cero, pero al cabo de dos años regresa a su hogar para recuperar a su hija y a la que fue su pareja.
Pese a su arrepentimiento, Tasuku se encuentra con una situación más complicada de lo que pensaba. Su hermano no puede casi ni mirarle a la cara, su expareja ahora trabaja en un club de alterne y va a casarse y él intenta sacarse un dinero pescando erizos de mar y caracoles marinos junto a su amigo.
Any Crybabies Around? es una historia sobre tradiciones y la búsqueda del perdón que, al contrario que emocionar, lo que provoca es tedio y aburrimiento. Sato muestra escenas eternas que no generan ningún tipo de sentimiento más que hastío y cansancio. También falla en su tono, con momentos que intentan ser cómicos pero que no encajan y termina expulsándote de un puñetazo de la película. Eso si es que consigues en algún momento meterte en la historia. Ni siquiera el dramatismo cumple con lo esperado convirtiendo a la película en un producto apático sin interés.
Lo que hubiese estado bien es ver más sobre la madre de Tasuku, una mujer que vende helados junto a un grupo de simpáticas y afables amigas en diferentes puntos de Oga. Ojalá un ‘spin-off’ sobre ellas. Eso sí que tendría sentido.
‘In The Dusk’: ¡Sálvese quien pueda!
En 2017 nos ocurrió con Soldatii. Poveste din Ferentari de Ivana Mladenovic. En 2018 con Viaje a Nara (Vision) de Naomi Kawase. En 2019 con A Dark-Dark Man de Adilkhan Yerzhanov. Este año, en la 68ª edición del Fetival de San Sebastián, también hemos experimentado lo que supone abandonar una proyección antes de que aparezcan los títulos de créditos finales de una película. La “ganadora” de 2020 ha sido In The Dusk, cinta de la Sección Oficial del certamen que compite por la Concha de Oro.
Dirigida por Šarūnas Bartas (Frost), la historia está ambientada en la Lituania de 1948 con el país totalmente en ruinas y en plena ocupación soviética. El protagonista es Untė (Marius Povilas Elijas Martynenko, Occupied), un niño de 19 años que vive junto a su padre y su detestable madrastra. Como su progenitor, es miembro del movimiento partisano, un grupo de opositores al gobierno soviético que también se hacían llamar los Hermanos del Bosque porque ese el lugar en el que habitaban escondiéndose de sus enemigos.
Bartas no deja demasiado claro qué se propone con este proyecto. ¿Un estudio sobre la pérdida de la inocencia? ¿Sobre lo que supone pasar a la edad adulta? ¿Sobre la decisión de involucrarse plenamente en una causa? Poco importa. Las escenas de In The Dusk son pura cotidianeidad en pleno conflicto, hechas con tal frugalidad y templanza que no provocan ninguna expectativa y eso, poco a poco, va haciendo mella. Y mucha. Te vas desprendiendo de lo que está ocurriendo en la pantalla y, lamentablemente, no empatizas con sus personajes.
A medida que el largometraje iba pasando delante de nuestros ojos, el tedio iba haciéndonos presa. Pesando e incomodando demasiado. Cuando eso ocurre, la única forma de quitarse todo eso de encima y dejar de torturarse es coger tus cosas, levantarte y abrir la puerta para irte. Y eso es lo que hemos hecho.
Andrea Zamora