La de Juanma Bajo Ulloa (Vitoria, 1967) es una de las carreras más extrañas y esquivas de nuestro cine moderno. Autor de dos películas magníficas, como son Alas de mariposa (1991) y La madre muerta (1993), de un taquillazo bestial como Airbag (1997), y de sucesivos y espaciados regresos cada vez más anodinos -Frágil (2004), Historia de un grupo de rock (2008), Rey Gitano (2015)-, el cineasta, siempre apático y a la contra con la industria y la crítica, ha presentado hoy en Sitges (aún sin distribución) su nueva película: Baby, una incursión en el mundo de las 'fairy tales' antes de que Disney las convirtiera, precisamente en eso, cuentos de hadas. En Baby no hay princesa protagonista, sino una prostituta yonqui (Rosie Day, vista en Outlander) que vende su criatura recién nacida a una familia, surgida de un cuento de brujas de Mario Bava, para así hacerse con unas cuantas papelas que le alivien el mono. Para cuando quiera enmendar su error, la protagonista se verá atrapada en una mansión gótica de colores giallo, viviendo oculta y amenazada a la espera de poder solucionar el entuerto. Ulloa cuida hasta el último detalle de una atmósfera tremendamente bien trabajada, barroca en su detallismo pero telúrica en su definición. Película sin diálogos pero con gritos, en Baby el protagonismo se lo llevan las miradas, las muecas, las contracciones sangrientas, las metáforas con la naturaleza salvaje y el fetichismo de los objetos: chupete, velas, fresas, cruces. Nada mal. Y es que aunque la película funciona a empujones de suspense -unos mejor, otros no tanto-, sí que es consciente (de sus objetivos) y constante (en mantener sus formas) en todo momento. No creo que tenga mucho sentido decir que Ulloa ha regresado al nivel de sus primeras películas, principalmente, porque nadie, ni siquiera el propio realizador, lo quiere o necesita. Baby, afortunadamente, es otra cosa. Ojalá siga la racha y no tardemos tanto en ver su próxima película.
'Un efecto óptico': un viaje a ninguna parte
Estrenada en San Sebastián, también hemos podido ver en Sitges la última pesadilla cómica de Juan Cavestany, Un efecto óptico, particular viaje vacacional imposible (y en loop) de unos señores de Burgos -lynchianos Pepón Nieto y Carmen Machi- caminando por las castizas calles de Nueva York (o algo parecido). Poseedor de un estilo único que ha ido delineando película a película -tomen nota de los hits: Dispongo de barcos (2010), Gente en sitios (2013), Esa sensación (2016; codirigida con Julián Génisson y Pablo Hernando), Madrid Int. (2020)- donde el horror existencial cotidiano es abordado estrictamente desde un humor que raya tanto el absurdo como el surrealismo, Cavestany es uno de los grandes genios escondidos en nuestro cine. En Un efecto óptico cambia el ser solitario, habitual protagonista de su obra -su cortometraje El señor (2012), en cierta forma, es la quintaesencia de su estilo-, por un matrimonio que no puede estar más deslocalizado, tanto en lo interno -perdidos como pareja, quizás como padres, en el tan complicado como absurdo ejercicio de envejecer en común- como en lo externo -literalmente: no tienen ni idea de dónde están o, aún peor, ni de cuándo están-. El patetismo inherente al devenir humano, con todos sus miedos y sus ridículos, como siempre es abordado por Cavestany con mimo, cariño y ternura. Y el humor es la única arma posible a la que aferrarse para poder sobrevivir a la barbarie. Porque por triste y extraña que pueda resultar la película, lo cierto es que uno no puede dejar de reír mientras la ve. Es casi como un exorcismo, te ríes del otro porque te estás riendo de ti mismo, porque reconoces en las debilidades naturales de los protagonistas tus propios miedos representados. Fernando Pessoa ridiculizaba a los que viajan porque aseguraba que el mejor viaje es el que recorre uno dentro de sí mismo. Y eso, creo, es lo que propone Un efecto óptico, un viaje a ninguna parte que en el fondo es una forma de mirar hacia dentro de todos y cada uno de nosotros.
'No matarás': el descenso a los infiernos de Mario Casas
Cierra el triplete español No matarás, la nueva película del realizador catalán David Victori (El pacto, 2018), con un infalible Mario Casas como absoluto protagonista. La película, con ecos tanto a Jo, qué noche (1985) como a Good Time (2017), muestra el descenso a los infiernos en un brevísimo periodo de tiempo -el arco de la película recorre pocas horas-, de un joven a raíz de conocer a una chica en un bar. El apocado, tímido y miedoso protagonista, se ve arrasado por la anarquía que parece guiar cada uno de los actos de la joven, convirtiendo en pesadilla vívida lo que parecía un flirteo inocente. Victori trata de tensar al máximo el suspense siguiendo el estilo de los hermanos Safdie -planos largos, música electrónica, el protagonista siempre en cuadrado en plano corto, cámara en mano, etc- a medida que la violencia se va haciendo presente en la cinta. Todo ello empuja a No matarás a tener buenos momentos de intensidad aislada, pero es incapaz de mantener la coherencia global del asunto, tanto por lo azaroso de algunos giros dramáticos como por lo moralista que acaba poniéndose en su último cuarto (el plano final de la película es espantoso). Al final, ni Scorsese, ni hermanos Safdie, sino más bien el Iñárritu cabezón que juega a ser cruel con sus protagonistas.