Esto lo he explicado varias veces: el germen de mi cinefilia -aunque dicho así parece una bacteria, más que una pasión- surge de lo atípico. Estamos en Barcelona, 1988. No tuve hermanos (no es una queja), mi padre siempre estaba viajando y mi madre se movía indistintamente entre la dictadura absolutista y el pasotismo absoluto. Así que todo se reducía a una sola directriz: obedecer todas las órdenes sin rechistar para así poder pasar todas las horas del día solo en mi cuarto.
Leía muchísimo -tuve suerte: nunca me faltaron libros- y, claro, veía muchísimas películas en una televisión mucho más pequeña que el microondas de la cocina. En el 88 tenía diez años y ya me dejaban ir solo al videoclub de al lado de casa, donde me hice amigo del dueño: un señor muy mayor (tendría 20 años), que no dudaba en dejarme sacar cualquier película que me apeteciera -aunque nunca debió permitirme alquilar Holocausto caníbal (1980)-. Fue en esa época donde me vi (creo) todas las películas de Bud Spencer (Carlo Pedersoli) y Terence Hill (Mario Girotti).
Elipsis de 32 años. Vivo en Madrid, con mi mujer, y tengo dos hijos increíbles que me han devuelto la fe en la humanidad, la creencia en que por más que aquí se viene a sufrir, existen estallidos de belleza y felicidad que hacen que todo merezca la pena. Y ahora vemos películas juntos. Muchísimas. Tienen 7 y 9 años, así que todavía no pueden ver Holocausto caníbal, pero sí muchísimos otros títulos, clásicos y modernos, que hacen de nuestra vida en común algo aún más precioso.
Ver películas con los hijos, para mí, que siempre me lo he visto todo solo, aunque estuviera rodeado de gente, es algo maravilloso. Y en casa no dudamos en lanzarles propuestas de todo tipo: de Buster Keaton a Matrix (1999), de Alfred Hitchcock a pelis de Marvel. Y de ahí surge un poco la idea de esta sección -que si nadie lee, no tendrá continuidad-: explicar la experiencia particular vivida entre padres e hijos frente a títulos concretos.
No era la primera película que mis peques veían del tándem Spencer/Hill, ya que me emperré en que esa fuera Quién tiene un amigo... tiene un tesoro (1981) de Sergio Corbucci, que en mi cabeza de 10 años debía ser algo así como la película más divertida del mundo junto a Top Secret (1984) y Un cadáver a los postres (1976). La experiencia no estuvo mal, ellos acabaron brincando en el sofá en cuanto se empezaban a soltar mamporros y se tronchaban de risa con el humor a brochazos que entonces no entendía de la más mínima corrección política, mientras yo descubría que la mirada de los diez años poco tiene que ver con la de los cuarenta -juraré delante de quién sea necesario que no recordaba que los villanos de la cinta eran unos piratas-leather que parecían escaparse del garito “La ostra azul” de Loca academia de policía (1984)-. Mis hijos se hicieron fans inmediatamente de los italianos.
Así que el otro día repetimos hit con la superior ...y si no, nos enfadamos (1974) de Marcello Fondato y ya hubo más comunión entre adultos y pequeños. Coproducción española, la película fue rodada en su mayor parte en Madrid: el escenario principal es un taller de coches a la vera del Puente de Toledo, con el desaparecido Vicente Calderón de fondo (hay una foto de la alineación del Atleti del 73 en el mismo), hay una pelea medieval (cambiando los caballos por motocicletas) en la Casa de Campo y el local de los gángsters está situado en la calle Postas (que fuimos a visitar al día siguiente, para que comprobaran in situ la mutación urbanística).
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El argumento es simétrico en prácticamente todas las películas de Spencer/Hill: unos gángsters de medio pelo a las órdenes de un capo (John Sharp) que tiene como consigliere a Donald Pleasence (ahí es nada) planean la recalificación urbanística del lugar donde se encuentra el taller cercano al Calderón. Pero ven truncados sus maléficos planes cuando destrozan un bólido (es un decir) que Spencer/Hill han ganado en una carrera de autos locos. Los protagonistas, "enfadados" se vengan de ellos y reventarán sus planes.
Fondato. un todo terreno italiano
Marcello Fondato, que firma esta historia, fue más guionista que director, y había trabajado con Mario Bava en las deliciosas Las tres caras del miedo (1963) y Seis mujeres para el asesino (1964), y era un todo terreno del exploit italiano, ya fuera en el poliziesco, el destape o en el spaghetti western. Como director tenía el honor de haber dirigido a Monica Vitti en La mujer más explosiva del mundo (1970) y ésta sería su única colaboración con el dúo cómico, aunque años más tarde le pondría la cámara a Bud Spencer en solitario en Mr. Charleston y sus secuaces (1977).
Como el cine de Spencer/Hill era puro cine de actor y todo giraba alrededor de una estructura férrea: presentación (picaresca) + primera pelea + conflicto básico dramático + segunda pelea + impasse cómico + tercera pelea + clímax narrativo + pelea final (las dos últimas suelen ser la misma cosa); en el fondo, daba lo mismo quién estuviera detrás de la cámara: ya fuera Fondato, Corbucci, Giuseppe Colizzi -les dirigió en su primera película juntos Dios perdona… Yo no (1967)-, Enzo Barboni (que firmaba como E.B. Clucher) o Italo Zingarelli. Spencer y Hill eran la película al 100%, el resto: perfectamente intercambiable.
Sin duda ...y si no, nos enfadamos es de las películas más engrasadas y divertidas del dúo. Sus largas secuencias de tortas (más que de acción) -gimnasio, Casa de Campo, club del gángster repleto de globos- producen la hilaridad natural de quien ve recibir un mamporro bien exagerado, cada uno con su estilo particular: Hill a cámara rápida, Spencer bien cerrando el puño a modo de martillo en la cabeza, bien con la mano abierta y giro de 90 grados.
Mis hijos, volvían a brincar en el sofá. En los impasse la cosa siempre suele flaquear, aunque aquí hay una divertida secuencia mientras los protagonistas solucionan su conflicto en un concurso de comer salchichas y beber cervezas, y una delirante (y bastante absurda) secuencia en la que forman parte de un coro mientras un asesino (Paganini, al que da vida un Manuel de Blas que parece salido de Dick Tracy) trata de dispararles sin conseguirlo. Pero es puro relleno.
La razón de ser de una película de Spencer/Hill siempre serán los bofetones en modo cartoon, que hacen que la violencia, como tal, no exista, dado que todo es notoriamente exagerado para encontrar un humor siempre básico y siempre efectivo.
No será lo más políticamente correcto del mundo, pero a mí me vale. Y otro día ya os hablo de la movida que fue ver Matrix.
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