La verdad: no quiero extenderme mucho en la pesadilla organizativa de Cannes 2021 porque luego siempre se me recrimina que me quejo demasiado (lo cual es cierto) y a este paso voy a acabar siendo el Pumares (¡maestro!) de los pandémicos años 20 (ahora que lo pienso, Pumares habría arreglado esto el primer día sin despeinarse a base de gritos). Pero generalmente en Cannes me suelo quejar del sueño que tengo -si ves cinco películas al día, el peaje (la crónica) lo tienes que pagar por las noches- y del hambre que paso -porque no hay tiempo ni para comer. Bueno, y de lo caro que es todo. ¡Y de lo clasistas que son! ¡Y de que hagan pases fantasma para prensa seleccionada a dedo (diarios de papel y TV)! ¡Y de que las entrevistas te tengan secuestrado 4 horas para tener 4 minutos con director! Pues a todo eso hay que sumar este año el hecho de que hayan obligado a la prensa a reservar entrada para acceder a las salas -en una única cola todos bien aglomerados y bajo un sol de justicia- en una web que no funciona prácticamente nunca. Es un delirio. Quiero decir, se puede aceptar el quedarse sin entradas para una sesión, ¡pero no el perder tres horas dándole a actualizar a un servicio de ticketing que parece de 1987! ¡Si la semana de cine y jotas de Castilruiz (Soria) tiene una app digna cómo es que Cannes tiene esta mandanga inservible! (me he inventado lo de Castilruiz; ahí va un beso para mis primos sorianos).
Venga, vamos con las películas. Arrancamos la jornada con Val, documental dirigido por Ting Poo y Leo Scott y producido por A24, en lo que vendría ser un canto necrológico, tan nostálgico como triste, sobre la figura del actor Val Kilmer. La película es una autobiografía del propio actor a través de un sinfín de grabaciones caseras -Kilmer lleva grabando todo lo que le ocurre desde que era niño-, que arrancan en su hogar natal y nos conducen a través de prácticamente todas sus películas, en una suerte de making off-hagiografía de su propia vida. El propio Kilmer, arrasado por un cáncer de garganta ya extirpado que, sin embargo, le ha dejado la tráquea agujereada, es el narrador de la cinta, dejando a su hijo Jack quien use la voz para relatar su ascenso y caída dentro del Hollywood moderno. El valor de las imágenes caseras de Kilmer es bárbaro: la película arranca con una fiesta en la caravana del rodaje de Top Gun (1986), para regresar a sus años de estudiante teatral -enorme el momento en que unos jovencísimos Kevin Bacon y Sean Penn comparten obra con él- y luego ir avanzando en el tiempo cruzando todo tipo de recuerdos, la mayoría, una delicia: desde cómo se rodaron secuencias de acción de Top Gun -Kilmer asegura que la película fue un éxito gracias a la visión de su director, el añorado Tony Scott-, a cuando coincidió en Willow (1988) con su futura mujer y madre de sus hijos, a la obsesión auto-destructiva que le llevó el tratar de mimetizar a Jim Morrison en The Doors (1991) o todos los problemas que le supuso aceptar ser Bruce Wayne en Batman Forever (1995) (y luego renunciar a ello). ¡Hasta llega a captar el caos absoluto que fue La isla del Dr. Moreau (1996)! La figura demacrada del actor, envejecida por los excesos y rematada por la abominable enfermedad, mientras asegura que ahora sólo vive de sus éxitos pasados mientras firma fotos de Iceman en la Comic-Con, es absolutamente devastadora. Es cierto que a nivel formal Val podría ser mucho más extrema: sólo con poner las pruebas que le envió a Stanley Kubrick para La chaqueta metálica (1987) ya tendría algo parecido a esa maravilla llamada Rock Hudson’s Home Movies (1992). Pero esa no es la idea ni de Kilmer ni de los directores. La idea era dejar un relato en imágenes nunca vistas de cómo Hollywood -y todo lo que conlleva- puede destruir la vida de un actor que sirviera a la vez como un testamento en vida del mismo. Y eso sin duda, lo consigue.
Vamos con la sección oficial, que los mosquitos empiezan a acribillarme (en el piso en el que estoy sólo hay dos opciones: o pasar calor (cerrando ventanas) o que te masacren los mosquitos (abriéndolas)). Dos películas vistas hoy, dos tiros al palo. El cineasta israelí Nadav Lapid se proyecta en el protagonista de su película Ahed’s Knee, un director de cine atrapado entre el cine que quiere hacer -revolucionario, que muestre las miserias políticas, artísticas y militares de su país- y lo que acaba haciendo -servir al sistema para no entrar en la lista negra de cineastas prohibidos. Para ello, tira de todos los manierismos que le vienen en gana -la cámara se mueve como una pelota vasca- mientras el protagonista habla, habla y habla sin parar, dando vueltas siempre sobre lo mismo, en un ejercicio fílmico que a mí, al menos, me ha acabado por exasperar. En su tramo final consigue dar en el clavo en algunas imágenes -ese relato del cineasta siendo un joven militar- pero para entonces yo ya estaba pensando a qué hora tenía que hacerme la PCR y si tendría agua suficiente en el cuerpo para salivar. Por otro lado el estajonovista François Ozon -yo creo que sólo Hong Sang-soo es capaz de hacer más películas que el francés al año- construye una defensa amable y blandita de la eutanasia en Tout s’est bien passé. La película, que se abre y cierra con sendos primeros planos de la actriz Sophie Marceau -no sólo es una de sus mejores interpretaciones, es que además es lo mejor de la película-, narra el drama familiar que se le viene encima cuando su padre (grande André Dussollier), que acaba de tener un derrame cerebral, le pide que le ayude a suicidarse. Huyendo del melodrama estridente y buscando más la empatía emocional por la vía de lo cómico, a Ozon hay que reconocerle el ser capaz de fabular con ligereza sobre un tema tan dramático como el abordado -hay un chiste sobre lo cara que resulta la eutanasia y cómo se la pueden permitir los que no tienen dinero que serviría bastante bien para definir el tono de la cinta. En todo caso, bastante lejos de sus mejores películas, a saber: El amante doble (2017), Joven y bonita (2013), Swimming Pool (2003), Amantes criminales (1999). Por citar cuatro que sí me gustan mucho.