Anécdota. Festival de Cannes 2016. Último viernes de festival. Se proyecta a las 8.30 AM la nueva película de Sean Penn como director, Diré tu no nombre (2016), protagonizada por Javier Bardem y Charlize Theron. La película, terrible; la proyección, un desastre. Abucheos absolutos de la prensa. Críticas demoledoras en los medios. Para cuando le tocó el turno al pase de gala oficial (por la noche), el ambiente era tenso y sombrío. Ese día el director artístico de Cannes, Thierry Frémaux, decidió que iba a ser la última vez que la prensa iba a ver la película antes de la gala oficial. Y así fue. Desde entonces nos giraron los horarios -lo que nos hace escribir de madrugada- y todas las críticas están embargadas hasta que el pase de gala haya concluido. Así se arreglan los bochornos, aunque a nosotros se nos complique el trabajo.
Cinco años después de aquella debacle Sean Penn ha regresado a Cannes con su nuevo largometraje como director. Flag Day se plantea como una película intimista, de carácter familiar -los protagonistas son sus hijos: Dylan Penn y Hopper Penn, además del propio Sean- y de un denostado carácter experimental donde Penn quema la fotografía, busca encuadrar a lo Cassavetes, crea momentos video-clip con imágenes de herencia malickiana… sin que nada le acabe por salir bien. Flag Day cuenta la historia de Jennifer (Dylan), crecida en un hogar desestructurado con una madre alcohólica (Katheryn Winnick, la actriz de Vikingos) y un padre ausente (Sean) que hace del chanchullo constante su trabajo fijo. Jennifer, que idealiza a su padre, trata de vivir con él y reconducir su conducta estrafalaria sin acabar nunca de conseguirlo. El corpus dramático se acerca al telefilm de sobremesa, lo cual no es malo en sí mismo, pero la puesta en escena de Penn arriesga hasta el punto de lo pretencioso y, finalmente, lo fallido. Hay una extraña sensación de improvisación en la película que acaba por traducirse en unas interpretaciones forzadas, escasamente creíbles, y una puesta en escena que cuánto más llamativa resulta, más fea acaba siendo. A medida que avanza el metraje la película va cediendo al despropósito, el barco se hunde con todo el equipo dentro y nadie parece estar al volante de nada. Penn, y esto sí es raro, exagera su interpretación como pocas veces ha hecho en su carrera, otro desastre. Y al final, Flag Day, acaba por caer por el propio peso de sus carencias. Una pena. Si queréis ver buenas películas dirigidas por Sean Penn, acercaros a sus primeros títulos, que ahí sí que había un cineasta al que le solía cuajar la experimentación de forma bastante sobresaliente: Extraño vínculo de sangre (1991), Cruzando la oscuridad (1995), El juramento (2001).
Confieso que hasta este año no conocía al director japonés Ryûsuke Hamaguchi. Fue en el Festival de Berlín, cuando leí las tremendas críticas que compañeros le dedicaron a La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021) y donde acabó alzándose con el Gran Premio del Jurado del certamen. Que entregara solo unos meses después nueva película en Cannes ya era de por sí algo asombroso, pero es que la obra maestra absoluta que ha presentado aquí, Drive My Car, ha sido la mayor sorpresa de lo que llevamos de festival. Adaptación del relato corto homónimo de , presente en su libro Hombres sin mujeres (2014), que Hamaguchi expande hasta las tres horas de duración, Drive My Car se podría resumir (mucho) como la suma de las conversaciones que tiene en el coche un actor y director teatral (Hidetoshi Nishijima) con su joven chófer (Toko Miura) y que principalmente se centran en la ausencia de un ser cercano desaparecido: la mujer de él, la madre de ella. Entre viaje y viaje vemos como el director ensaya con su elenco de actores Tio Vania de Antón Chéjov, obra que oye repetidamente en la cinta del coche con los diálogos narrados por su mujer desaparecida. El dolor por la ausencia del ser querido, claro, pero también la certeza absoluta de que nunca llegamos a conocer realmente a nadie; la gran culpa auto punitiva que resulta de sumar todos los errores que uno ha cometido en la vida y a los que se trata inútilmente buscar solución cuando yo no hay solución alguna a nada de nada; verdades ocultas que aparecen como patadas al estómago y que uno debe aceptar porque no le queda otra, pero más que ayudar se suman a la incomprensión de lo que significa amar y ser amado… todo ello, Hamaguchi, ayudado por las rimas narrativas que tanto le gustan a Murakami, lo convierte en una película transparente, delicada, bellísima. Aquí no hay engolamiento o filosofía barrunta, todo es claridad, un fluir continuo (muy Chéjov, claro; pero también muy Jacques Rivette), que desarma al espectador plano a plano -y solo el plano detalle de los dos protagonistas fumando en carretera a través de la capota del coche ya me parece el mejor visto en el festival-, sin aspavientos formales, sin falsa poesía, aquí todo está tallado al mínimo detalle para que esta historia de gente herida pueda encontrar esa felicidad efímera que tanto cuesta alcanzar en la vida real. Película con un corazón gigante, que nos habla del poder sanador del arte -tremendo el ensayo al aire libre con dos actrices entregadas en comunión perfecta-, pero sobre todo nos habla de la empatía con el prójimo, de la fuerza de la amistad y del gran misterio que resulta el amor. Lo he dicho ya, ¿no? Obra maestra absoluta.
Cerramos con el maestro italiano Nanni Moretti, cuyo último largometraje de ficción también vimos en Cannes en el 2015, la preciosa Mia Madre -tiene un documental, Santiago, Italia (2018), que no he visto-, y autor de películas bíblicas (metáfora) en clave de diario fílmico como son Caro diario (1993) y Abril (1998). Tiene una Palma de Oro en su haber, por La habitación del hijo (2001) y con eso tendríamos el CV de un cineasta al que es imposible no querer y respetar. A sus 67 años el cineasta italiano ha presentado hoy en competición oficial Tres pisos, según la novela homónima del escritor irsraelí Eshkol Nevo (2015) y donde se sigue la vida de tres familias, vecinas en un mismo edificio, a lo largo de diez años (las elipsis en fundido a negro son un puro desarme) de derramas emocionales. Poca broma y bastante drama -recuerdo cuando hablé con él por teléfono hace años y me dijo que la receta perfecta de una película era 70% drama, 30% comedia- en este triángulo de familias con padre desvencijado -uno es autoritario, el otro paranoico e infiel y el último directamente no aparece casi nunca-, que tiene la austeridad formal (o sencillez, si se prefiere) de los últimos Almodóvar y que busca retratar las pequeñas tragedias de la vida de la forma más directa y natural posible. Cualitativamente hablando, Tres pisos, está lejos de sus grandes películas pero funciona en todos sus engranajes. Los sintagmas dramáticos básicos están perfectamente localizados, se huye de cualquier adorno inservible y, al final, es más una película sobre hacer las paces con los errores del pasado para así poder imaginar un mejor futuro, que una nueva vuelta de tuerca a su filmografía.