No voy a engañar a nadie: yo he venido a Venecia a ver Dune. Sé que eso igual no habla muy bien de mi estabilidad mental (nunca había estado en este festival y les escribí en un arrebato semanas después del fin de término para solicitar acreditaciones), pero qué puedo decir, así convivo con mi pasión cinéfila, así soy yo, así me quiere mi mujer (a la que yo quiero aún más).
Quería ver Dune y la quería ver a lo grande (en la sala Darsena, la mejor pantalla de la Biennale) y, ojo, también quería poder hablar de ella pronto, poder explicar a toda la gente que nos sigue qué demonios es lo que ha hecho Denis Villeneuve con un proyecto que siempre ha estado maldito -que se lo digan a Lynch, ¡o a Jodorowsky!- y del que se necesitaba una adaptación a la altura de las circunstancias de la obra de Frank Herbert. Porque Villeneuve, al margen de ser un enorme cineasta, es alguien que no se amedrenta ante los desafíos, ya sea por la vía de adaptar relatos complejísimos con una sencillez y una inteligencia aplastante - La llegada (2016), según el relato corto de Ted Chiang-, ya sea haciéndose cargo de proyectos imposibles, caso de Blade Runner 2049 (2017), impepinable secuela de uno de los clásicos canon de la ciencia-ficción moderna como es la película de Ridley Scott de 1982.
Así que nada, ya está vista.
¿Y qué ha hecho Villenueve con Dune? Pues ha realizado el blockbuster de autor más categórico de este siglo.
En la línea solipsista del Christopher Nolan de Dunkerque (2017) o del Zack Snyder de Watchmen (2009), pero cada uno, claro, fiel a su estilo único e intransferible. Hay muy pocos directores capaces de hacerse cargo de un proyecto de presupuesto desorbitado y cargado de estrellas de primer nivel -Dune parece un all-stars: Timothée Chalamet, Zendaya, Rebecca Ferguson, Oscar Isaac, Jason Momoa, Dave Bautista, Stellan Skarsgaard, Javier Bardem, Josh Brolin, Charlotte Rampling, etc- y tener la valentía de hacer con él una película tan tremendamente personal, ajena a cualquier moda imperante y que, con ello, siga resultando un espectáculo inabarcable de primer nivel.
Porque esa era la sensación que me abrasaba mientras veía la película: el del espectáculo totémico que sólo puedes mirar con la boca abierta y los ojos en spinning continuo.
Las imágenes que construye Villeneuve, son majestuosas en su ampulosidad, fascinantes en su diseño sci-fi y atronadoras en su sonido (sólo Hans Zimmer podía haber hecho algo así).
Es tal el aparataje audiovisual que uno está con el botón de fascinación en modo ON todo el rato. Cada mundo nuevo que aparece, cada castillo, cada nave, cada objeto -que fetichismo le aplica Villeneuve a los objetos sobre los que hace pivotar el relato continuamente, ya sea una cornamenta de toro, ya sea el cuchillo que acaba empuñando Paul Atreides-, están pensados hasta el último detalle, magníficamente diseñados y construidos para que sirvan al mismo tiempo de decorado y de explicación de los propios personajes. Y desde Lawrence de Arabia (1962) nadie había captado tan bien la esencia del desierto.
Ejemplo. Cuando aparece por primera vez el planeta de los Harkonnen y vemos al Barón (Stellan Skarsgaard) en una amplísima sala sin muebles de ningún tipo, de espaldas, cubierto en vapor, cayendo luz cenital cónica, acariciándose la calva como el Coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979)… Villeneuve te está describiendo la locura y la maldad absoluta sin apenas articular un solo diálogo. Puro cine.
La espectacularidad de Dune va a la par de la intensidad que Villeneuve la aplica a las imágenes.
Este no es un espectáculo ligero, no es una batalla galáctica divertida y entretenida, sino más bien todo lo contrario. Aquí se ha venido a sufrir. A ver traiciones, complots, asesinatos, masacres, sueños oníricos, brujas maléficas y gusanos gigantes. Viéndola no paraba de pensar “esto me está gustando mucho pero ¿le gustará a alguien más?”.
El tempo narrativo de Blade Runner 2049 aplicado a la space opera está más cerca de Arthur C. Clarke que de Orson Scott Card. Dune se cuece a fuego muy lento y posee múltiples fugas con las continuas ensoñaciones de Paul Atreides (hay muchas más que en la película de Lynch). La carga dramática va disparada, casi disparatada, y se sostiene estrictamente en su andamiaje estético. Villeneuve quiere meterse dentro del dolor de los personajes y quiere que tú lo acompañes. El camino que impone no es sencillo, sino prácticamente anti-climático. Como si el cineasta se mostrara tan exigente consigo mismo como con el público y en la media hora final se hace realmente palpable esa deriva.
Yo he acabado fundido cuando han aparecido los créditos. Hay cosas que no me han acabado de funcionar en la película. Principalmente el uso de los escudos personales, que hacen que las escenas de acción cuerpo a cuerpo sean tremendamente extrañas.
Entiendo que es una decisión lógica en la continua fidelidad al texto original, pero no por eso se me deja de hacer raro. ¿Qué pensará la gente cuando la vea? ¿La amarán? ¿La odiarán? Dune va a polarizar, eso está claro. Pero seas de los primeros o de los segundos, no dudes ni por un momento que Villeneuve ha hecho la película que quería pesara a quien pesara y eso es algo que siempre yo respeto.