Letras mayúsculas verdes sobre fondo negro, música melódica oscura (del Italiano Daniele Luppi), en la pantalla aparece el título de la película: Mona Lisa and The Blood Moon para, acto seguido, retratar una gran luna blanca -la sangrienta tardará en aparecer- que ilumina desde el cielo un psiquiátrico de Nueva Orleans. Así arranca la nueva película de la realizadora británica Ana Lily Amirpour, una de las directoras más alabadas del nuevo cine fantástico desde que nos entregara en 2014 Una chica vuelve a casa sola de noche, un film de vampiros melómanos suigéneris en Irán con cierta erótica de western moderno (dicho así suena raro pero es una de las reformulaciones más excitantes del cine vampírico de lo que va de siglo). Con su última película hasta la fecha, Amor carnal (2016), ganó el Premio Especial del Jurado en Venecia, festival al que regresa por tercera vez con Mona Lisa and the Blood Moon, un cuento cajún que mueve sus caderas por Bourbon Street cambiando el jazz de Nueva Orleans por un dubstep minimal que, a su atrevida manera (y como ya pasaba en su cinta de vampiros) le da una vuelta estética interesante tanto a las películas de presos a la fuga como a las de gente mundana con superpoderes. Por poner un primer ejemplo que ayude a explicarme mejor: Cómo enamorar a una chica punk (2017) de John Cameron Mitchell hacía un gesto similar al de Amirpour pero aplicado al cine de contactos extraterrestres.
La actriz coreana Jeon Jong-seo -protagonista de la magistral Burning (2018) de Lee Chang-dong- da vida a Mona Lisa, una joven atrapada en un psiquiátrico, en celda acolchada y con camisa de fuerza, que lleva doce años sin decir una sola palabra. Ya sea por la Luna, que se pone sangrienta, ya sea porque el cuerpo y la mente han dicho basta, decide que ya está harta de estar encerrada y escapa de la misma sin tener ni idea de qué es lo que le espera en el mundo exterior. No tiene recuerdos ni conocimiento alguno pero sí la extraña capacidad de hacer que la gente haga lo que ella quiera, una especie de telequinesis-hipnótica que le hace tomar el control de cualquier persona, siendo ésta plenamente consciente de que ha perdido el control de su cuerpo (lo que provoca toda una serie de secuencias hilarantes). Pero estos extraños súper poderes son como el dubstep que puntea la acción sin descanso: mínimal; un añadido fantástico a una cinta que de lo que de verdad nos habla es de la empatía que despertará la fugitiva a través del lumpen variopinto de la capital de Louisiana: una stripper de un local de mala muerte (Kate Hudson) y su hijo apasionado del dibujo, un drug dealer macarra (al que Armipour le pone a freír huevos), un policía bondadoso pero tenaz en su persecución, etcétera.
La mirada feminista -como en todas sus películas- de Amirpour contrapone a dos mujeres antitéticas: la fugitiva es tremendamente inocente y sólo se rebela frente a aquellos que quieren detenerla o hacerla daño, mientras que la stripper es necesariamente egoísta tras una vida que se presume plagada de palizas (metafóricas y físicas). Frente a ellas, un mundo de hombres a veces compasivos -el traficante, el segurata del club- a veces asquerosos -la “manada” de borrachos que aparecen en el club. Película emotiva -magnífica la relación entre el chico y Mona Lisa-, divertida y con su punto de thriller -el clímax está perfectamente resuelto-, creo que en Sitges se lo van a pasar en grande cuando esta película inaugure su próxima edición.
Proyectada también en competición oficial pudimos ver el debut como directora de la actriz Maggie Gyllenhaal, The Lost Daughter. Con un trío de actrices protagonistas magníficas -Olivia Colman, Dakota Johnson y Jessie Buckley (mi favorita)-, Gyllenhaal nos habla a través de las vacaciones estivales en una isla griega de una mujer adulta (Colman), enfrentada a una familia local muy macarra, un seguido de temas de distinto interés pero que no llega a concretar nunca en nada sólido. En The Lost Daughter se habla de la maternidad fallida, de los hijos (las hijas) imposibles, de la infidelidad y ganas de huir del matrimonio, del romance otoñal cuando ya todo está perdido, de la violencia de los nativos-cuñados -la sombra de Perros de paja (1971) es alargada-, de cómo el pasado vuelve para devorarte… muchas cosas, probablemente demasiadas, que no acaban de fructificar como debieran. En cuanto al estilo, Gyllenhaal se esfuerza mucho en encontrarlo, dándole vueltas y vueltas a esa imagen -plano corto, grano gordo, imagen fugaz- que quiere ser poética sin parecer poética y que acaba tumbando por agotamiento. Vamos, que no acaba de funcionar. Y eso que a mí el tema de los malos padres me parece súper interesante, que parece que en cuanto tienes hijos debes convertirte en un modelo de conducta paternal y, en realidad, sigues siendo tú mismo, sólo que con muchas más responsabilidades (y, en mi caso, con dos hijos maravillosos).