En 2016, tuve el enorme privilegio, dentro del marco del Festival de Sitges donde presentaba Como perros salvajes (2016) con Nicolas Cage, de poder entrevistar al maestro Paul Schrader. Hablamos de muchas cosas: de su infancia calvinista, del libro de Peter Biskind, de la estructura de su biopic de Mishima, de la época en la que escribió Taxi Driver (1976) y, claro, de una cosa que siempre me había obsesionado: por qué había puesto el mismo final, copiado de Pickpocket (1959) de Robert Bresson, en dos de sus películas: American Gigolo (1980) y Posibilidad de escape (1992). Schrader sonrió (dentadura muy mellada de quién aprieta fuerte los carrillos) y me dijo: "Me gustó tanto cómo quedó en la primera película que decidí repetirlo ¡y me quedó aún mejor!".
Bressoniano de pro, tiene un libro dedicado al cine trascendental donde analiza la obra de Dreyer, Ozu y Bresson; los mejores personajes de Schrader, como Travis Bickle (Taxi Driver) o John LeTour (Posibilidad de escape), son samuráis -de Melville, no de Kurosawa-, hombres silenciosos, atormentados por un pasado de violento que ejecutan el día a día como un gesto de repetición continua esperando, si hay suerte, que algún día les alcance la epifanía.
Cómo de grande ha sido mi sorpresa, cuánto ha sido el tamaño de mi disfrute cinéfilo, al ver en la Sala Grande del Festival de Venecia su última película The Card Counter, historia de un nuevo samurái moderno, ex torturador militar y, por ello mismo, ex preso, que pasa sus días haciendo cremalleras a los EE.UU. a través de sus casinos, al haber aprendido a contar cartas mientras estaba en la cárcel. William Tell (buenísimo el nombre) al que da vida un Oscar Isaac con los gestos mínimos -si habéis visto esa maravilla llamada El año más violento (2014) sabréis de lo que hablo: es como ver a Al Pacino en los 70- entregado a una vida en repetición continua: coche, motel, casino, mesa de Black Jack y vuelta a empezar. No habla con nadie, o con casi nadie, no trata de romper la banca, sólo de tirar con lo puesto, mientras escribe un diario que escuchamos en off donde explica con todo detalle cómo funciona eso de ganar dinero en lugares donde la gente, normalmente, se arruina. El giro de la película viene cuando se le presenta un joven (Tye Sheridan, nada que ver con cómo lo vimos en Ready Player One (2018)), hijo de un compañero militar de William que se quitó la vida incapaz de asumir los horrores cometidos en la guerra, y le dice que ha encontrado a su instructor-torturador jefe (Willem Dafoe) y que planea matarlo con su ayuda.
Schrader, que acaba de cumplir 74 años y ya nos había demostrado que había recuperado todo su mojo en la demoledora El reverendo (2017), saca lo mejor de sí mismo, de toda su historia tanto como director como guionista, y nos entrega con The Card Counter (que cuenta con Martin Scorsese entre sus productores) una de sus mejores películas. A la altura de Blue Collar (1978). A la altura de Mishima (1985). A la altura de Aflicción (1997). Ritmo pausado que no deja de crecer en intensidad en un texto elíptico con continuos fundidos a negro, la sensación de fatalidad va adueñándose de The Card Counter a medida que su protagonista se va enredando en un gran último sueño que poco tiene que ver con ganar el torneo de poker que está jugando. Schrader nos sorprende con flash-backs distorsionados a Abu Ghraib, reconstruidos con angulares imposibles, como si los recuerdos no fueran capaces de coger forma nítida frente a tanto horror. Mientras nuestro samurai se va cociendo lentamente en esta obra cumbre de cine negro contemporáneo hasta que se llega a ese punto de no retorno donde la ética impera sobre la astucia. Schrader, en otro gesto inmaculado, soberbio, nos deja fuera del clímax de película, para lanzarnos a ese final que, como ya he dicho, vuelve a conectar con Pickpocket, vuelve a coser su obra en un gesto tan radical como cuando Howard Hawks rehízo Río Bravo (1959) en El Dorado (1966), y nos deja un plano final sostenido hasta lo indecible, un lugar donde sólo han podido llegar los mejores cineastas (trascendentales) de la historia.
Vamos con otra alegría. En la sección Giornate Degli Autori ha presentado su primer largo de ficción el cineasta catalán Juanjo Giménez, cuyo anterior trabajo, el cortometraje Timecode (2016), hizo historia al ganar la Palma de Oro del Festival de Cannes además de alzarse con la nominación al Oscar correspondiente. Su película, Tres, presenta a una editora de sonido (Marta Nieto) a la que la vida le da un vuelco cuando empieza desincronizar el audio del cerebro. Dicho más claro: los sonidos le llegan tarde. Empiezan siendo fracciones de segundo (dos frames, dice en lenguaje Premiere) y poco a poco el delay se va alargando hasta superar los minutos de ausencia de ruido. Una premisa espectacular que irá complicándose hasta, curiosamente, conectar con Memoria (2021) la última película de Apichatpong Weerasethakul y su protagonista-antena (Tilda Swinton), y que hace que el trabajo de Giménez sea una de las filigranas cinematográficas más radicales de este año (nada que ver con el slow cinema de Apichatpong, por otro lado). A su manera, Tres es puro cine, o puro audio del cine. Decía Manuel Yáñez con gran visión que era como ver a De Palma escuchando al Antonioni de Blow-Up (1966): un trabajo finísimo sobre el uso del sonido en el cine a través de sus correlación con la realidad. Palmada, espera, espera, espera, sonido de la palmada. La segunda parte de la cinta nos irá a hablar de las raíces de la protagonista, de un pasado al que tratará de llegar escuchando (con retardo) cintas que le grababan sus padres cuando era pequeña (de nuevo Antonioni). Una búsqueda de los orígenes que hacen subir la emoción de la cinta hasta coronarse con un plano silencioso (cómo iba a ser si no) realmente bello.