Como los grandes viajes, hay festivales que te obligan a crecer... Más allá de esa progresión natural que con los días te lleva de periodista entero a animal nocturno y destartalado, no es nada nuevo percibir que el paso por algunos certámenes te cambia para siempre. Quizás lo más sorprendente entonces es que, durante los últimos días de esta última Mostra, la mayoría de críticos españoles con quien hemos cruzado palabra se suman a la impresión de que el evento les ha puesto genuinamente a prueba y de que, a día de hoy, ya no son los mismos que cuando llegaron. Menciono esto porque, trascendiendo la libertad gustosa de aderezar una crónica con la experiencia personal, no resulta arriesgado dibujar esta 78a edición de la Biennale del Cinema como un verdadero punto de inflexión en la experiencia de cubrir un gran festival internacional.
Ya sea por la rapidez con que las entradas se agotaban en el mapa de la taquilla en línea, que la edición pasada andaba relajadísima por la baja afluencia de público y que este año se ha vuelto un auténtico campo de batalla por las sesiones más demandadas de la semana (las entradas de Dune, lo contaba Alejandro en su crónica, se esfumaron en cuestión de segundos). También puede deberse a la
concentración masiva de estrenos internacionales en los primeros cuatro días de festival, que nos sobrepasaron en materia de carga de trabajo y homogeneización del discurso (el día de Madres paralelas,
claro, se habló de ella y nada más). O quizás este cambio a marchas forzadas venga de la proximidad para con Cannes, que nos agostó con su brillante oferta... Lo que sí sabemos -sé, por lo menos- es que llegamos a la recta final de la Mostra con algo de vértigo y, sobre todo, con ganas de sentirnos ya un poco en casa.
Que es todo lo contrario de lo que a priori nos ofrecía Inu-Oh, última película del genio de la animación Masaaki Yuasa (apunto 'última' en un doble sentido, también porque comentaba el director que ha decidido tomarse un largo período de descanso, merecidísimo, después de años produciendo y dirigiendo a ritmo sobrehumano). Proyectada en la sección paralela Orizzonti, Inu-Oh nos retrotrae al corazón de la era Muromachi, en el Japón feudal (s. XIV-XVI), durante un momento de grandes rifirrafes políticos entre sogún y emperador. Sirve de telón de fondo para narrar la historia de amistad entre Tomona, hijo de un ronin de baja estofa con la misión de vengar a su fallecido padre, y el epónimo Inu-Oh, una especie de humanoide enmascarado que dedica sus días a deambular por los pueblos mientras practica su mayor vocación, el baile. Si Tomona quedó ciego, maldito por el sable del Palacio del Rey Dragón debajo del mar, Inu-Oh fue convertido en monstruo en el vientre de su madre humana, condenado a guardar una forma aberrante y en constante cambio hasta el fin de sus días.
Basada en la novela homónima de Hideo Furukawa, que completaba a su vez la vida de un personaje secundario del Cantar de Heike (algo así como El Quijote japonés), de entrada la nueva película del estudio Science Saru parecería pertenecer solo a un tiempo pasado. No obstante, si algo ha definido la prolífica carrera de Masaaki Yuasa es su completo eclecticismo, que logra infundir todos y cada uno de
los títulos que firma con un halo de contemporaneidad innegable. Las imágenes de Yuasa son rápidas y encadenadas, hablan en presente y suenan excitantes, como disparadas con urgencia hacia el futuro. Nos encontramos ante una cinta episódica, arraigada en el lenguaje del musical. A la vez, la cinta es tanto radiografía política como fábula mítica, espectáculo y cuento intimista. Más importante, casi como si emulara el papel de Yuasa como creador a contracorriente: ante la tendencia generalizada, en el anime
mainstream, de construir espectáculos ominosos, bellos y eminentemente vacíos, en películas que van de todo y de nada, la dirección se mantiene sobria, contenida. Hay solamente un par de secuencias en 3D generado por ordenador, en los bailes la cámara se encuentra mayoritariamente fija, a la altura de los ojos y la animación nunca renuncia a enseñar sus tripas, bajando, en un gesto plenamente "yuasiano", los fotogramas por segundo cada vez que un movimiento se vuelve demasiado real. Sin duda, esta es una película imperfecta, pero terriblemente importante.
Cerraba el aluvión de taquillazos que ordenó los primeros días del festival un estreno mundial más importante, claro, que la tradicional película de clausura de la Sección Oficial (Roberto Andò, perdona a
la prensa internacional por ignorar en masa a tu Il bambino nascosto). Se trata, cómo no, de Duelo final, esfuerzo conjunto de Ridley Scott en la dirección, con Matt Damon, Ben Affleck y Nicole Holofcener como productores y guionistas. El equipo -un puñado de nombres pertenecientes a un Hollywood grande, de autor, quizás anclado en otro tiempo ya- propone aquí una relectura del Rashomon de Kurosawa en un contexto medieval. De entrada, el trío se propone escribir los eventos que llevan a dos amigos íntimos a
enfrentarse a un duelo a muerte, eso sí, desde tres puntos de vista diferentes: Damon redactó la parte del personaje que interpreta (el honrado caballero Jean de Carrouges), Affleck dio forma a la vivencia de Jacques Le Gris (a quien pone rostro Adam Driver) y, finalmente, Holofcener retomó el punto de vista de la auténtica protagonista de la historia, Marguerite, la mujer de De Carrouges. Marguerite (Jodie Comer) fue violada por Le Gris, quien negó los hechos alegando consentimiento y placer, en un cuento que nos
suena aterradoramente familiar.
La película es formalmente clasiquísima y su ritmo narrativo sufre de excesos por un montaje muy laxo y una estructura demasiado rígida. Sin embargo, a ojos de quien os escribe, la propuesta consigue superar el gran atolladero en que se encharca el cine comercial norteamericano, que no es otro que su propio viraje hacia propaganda pop, la necesidad de acoplar “mensaje” por encima de las imágenes. Lo hemos sufrido durante años en películas de talante mínimamente progresista, pero forma totalmente caduca: diálogos con forma de tweet, insertos de puro compromiso de banderamiento social trendy en cintas que, por otra parte, son visualmente tan conservadoras como cualquiera. Lo sabemos, si lo político se infiltra en todos y cada uno de los mimbres de nuestra cotidianidad, también las imágenes deben apostar por enseñarnos algo de verdad. Si no, son pura palabrería. Por ello (alejándonos de todo spoiler), salto de alegría cuando veo que en la clasiquísima película de Scott una brevísima mirada de Marguerite adquiere el mismo peso y, de hecho, es capaz de rebatir todo un segmento, antes narrado por hombres, de la historia. O por ello, valoro tantísimo el trabajo de revisión de las ideas que los cuerpos de Damon, Driver y Affleck llevan intrínsecamente asociadas (¿por qué debería Matt Damon encarnar siempre un idealismo utópico? ¿Podemos perdonar la violencia, enfrentados a los ojos carismáticos de Adam Driver?). También por ello, me entusiasma comprobar que desde la puesta en escena misma se da tantísima importancia a cómo enseñamos que Marguerite, siempre oculta tras hombros o recortada entre figuras masculinas, empieza a ser víctima de violencias y desempoderamientos muchísimo antes de ser violada. Cuando el cine habla, el resto son historias.