Puede que, de entrada, el nombre de Phil Tippett (California, 1951) no le diga nada a nadie. Pero estoy seguro de que si alguien dice 'ajedrez holográfico de Star Wars', el 98% verá a R2D2 jugando contra Chewbacca en La guerra de las galaxias (1977) -y el otro 2% está muerto-. Pues bien, fue Tippet (junto a Jon Berg) quién diseñó dicho momento clave en la historia de los FX cinematográficos. A partir de ese momento, Tippett, inventor del 'go motion' y ganador de dos Oscar, la carrera del artista es avasalladora: creó las pirañas de Piraña (1978), lideró los efectos visuales y el diseño de criaturas de El imperio contraataca (1980) y, ya a través de su propia empresa (Tippett Studio), construyó el imaginario fantástico de toda una generación de películas y espectadores: Howard… un nuevo héroe (1986), El chico de oro (1986), Robocop (1987), Willow (1988), Cariño, he encogido a los niños (1989) y un largo etcétera. Al cambiar la go motion por la animación digital por computadora, Tipett Studio se haría cargo de otra nueva tanda de FX para películas como Parque Jurásico (1993), Starship Troopers (1997) o Hellboy (2004), y paro ya de citar películas que vaya baño nos hemos echado encima en un sólo párrafo.
Pues bien, más de treinta años le ha llevado al maestro Tippett acabar su primer largometraje como director, Mad God, presentado ayer en Sitges en una sesión que ya entra en los anales de la historia del Festival. Aquelarre de imágenes en stop motion que es, al mismo tiempo, un viaje a través de la animación más allá de los límites de la imaginación -en sus imágenes se filtran las criaturas de Ray Harryahusen, el detritus plástico de Jan Svankmajer, las figuras barrocas tenebrosas de los hermanos Quay (El afinador de terremotos, 2005; podría ser una prima bastarda de Mad God)-, y una metonimia de distintos inframundos barridos por el apocalipsis, de Brazil (1995) a Las aventuras secretas de Tom Thumb (1993), con multitud de monstruos recién paridos a modo de descartes del bebé deforme de Cabeza borradora (1977), en un paisaje distópico ultra-gore sometido a una narrativa en loop suicida donde no hay más vida que la muerte continua (fortuita o inducida). Es, en cierta manera, un nuevo amanecer necrótico, un El árbol de la vida (2011) donde la belleza del cosmos imaginada por Terrence Malick se convierte en manos de Tippet en una amalgama-pandemonium mezcla de sangre coagulada, carne tumefacta, polvo de estrellas y diarrea cyberpunk. Sólo me faltó ver volando a la amazona en tanga metálico protagonista de Heavy Metal (1981). ¿Se entiende algo de lo que estoy diciendo? No lo creo y tampoco sé si importa. Porque Mad God tampoco es que se entienda mucho, uno simplemente se somete al descalabro en stop-motion de imágenes que son puro sci-fi desde que él propio género cobró forma en las manos de Méliès y Segundo de Chomón, y se dejá barrer por él en un grand bouffe que es todo gula fantástica y fascinación metalera. No creo que haya otra experiencia estética igual de punk en 2021 (o en 2221).
Párrafo breve para dos de los largometrajes españoles en competición oficial que no he sabido disfrutar en su justa medida. Ni Visitante de Alberto Evangelio, ni El páramo de David Casademunt -dos óperas primas- me han logrado convencer aunque ambas poseen buenas ideas desarrolladas: la primera, un concepto de universo paralelo en modo dopplegänger; la segunda, un escenario western para jugar a una historia de madre-hijo aisladas y asediadas por el horror (todo muy Shyamalan). Buenas ideas argumentales, con algunos detalles hermosos de puesta en escena que, sin embargo, no logran levantarse por encima de unas narraciones que trastabillan y tropiezan por diferentes razones.