Nos despedimos de Cannes con una de sus mejores películas: Elvis de Baz Luhrmann (New South Wales, 1962), nueve años después de que nos entregara su último largometraje -El gran Gatsby (2013)- y treinta años después de debutar en el cine con El amor está en el aire (1992). A ver, ¿qué os puedo decir yo de Elvis? Más allá de la primera sensación tremendamente visceral y acongojante que me ha tenido ametrallado en la butaca del Palais de Cannes donde la he visto: ¡Es una auténtica pasada! ¡¡¡Es una auténtica maravilla!!! Arfgh. Perdón. Me tenía que quitar eso de en medio lo primero. Concretemos un poco. Elvis, película que debería arrasar en los cines y desatar una “Elvismanía” que haga que todo el mundo vuelva a pinchar y escuchar canciones de Elvis Presley, es la aterradora, gloriosa, hortera y mortuoria historia llena de épica desmedida de uno de los iconos más importantes de la historia de la música moderna. Aunque, en sí misma, Elvis (un genial Austin Butler, os acordaréis de él por ser uno de los líderes de la cuadrilla Manson en Érase una vez... en Hollywood (2019)), no es el protagonista-narrador de la historia, ese placer lo ocupa el siniestro Colonel Tom Parker -delicioso Tom Hanks, incluso en su grotesco maquillaje-, manager de Elvis Presley y, en buena medida, culpable de muchos de los problemas (económicos) y traumas (psicológicos) que Elvis acarreó en su vida hasta finalizar su vida atrapado en una jaula de oro en Las Vegas hinchándose a pastillas y presa de la agorafobia. La película recorre prácticamente toda su vida, desde su primera grabación para Sam Phillips en Sun Records hasta su súbita e inesperada muerte a la edad de 42 años en 1977. Pero leído así, por favor, no os hagáis a la idea de que este es un biopic normal y corriente (de hecho, mira que era raro el que hizo John Carpenter, Elvis (1979), y al lado del de Luhrmann es tremendamente convencional), porque Elvis es un auténtico tsunami de imagen y sonido, más rápido, más ruidoso, más espectacular, más hortera, más barroco y más incontrolable que todo lo que ha hecho Luhrmann hasta la fecha. Vaya, que Moulin Rouge (2001), parece una película de Ozu al lado de la troqueladora de planos y secuencias que es Elvis.
El genio es doble. Primero, porque Luhrmann es capaz de transformar en imágenes superlativas el verdadero eros de Elvis Presley. Y segundo, porque aunque la película parte de un territorio mítico, no uno real, y hay hipertrofia allá dónde se mire, ésta resulta mucho más veraz que cualquier documento histórico grabado en piedra preexistente. Por eso Elvis es más un película sobre la leyenda que fue Elvis Presley (con todas sus luces y con toda su oscuridad), que sobre la historia real de un chaval de Tupleo (Mississipi) que cambió la historia de la música, convirtiéndose en el primer fenómeno pop del siglo XX, y acabó devorado por, precisamente, toda aquella gente que decía amarle y protegerle. Elvis también era un negocio imparable, aunque de eso se encargaba más el siniestro Colonel, un rey del merchandising, un rey encima del escenario, un rey que supo sobreponerse incluso a sus más bien horrendas películas -Love Me Tender (1956), El rock de la cárcel (1957), Girls! Girls! Girls! (1962)-, al desprestigio al que quiso condenarle la Liga de la Decencia norteamericana, a sus discos de villancios y al propio signo de los tiempos, tanto sociales (los asesinatos de Luther King y los hermanos Kennedy), como musicales (la irrupción musical que significaron tanto The Beatles como The Rolling Stones). Y Luhrmann lo conduce todo como si de un inmenso videoclip de dos horas cuarenta se tratara: imágenes que se atropellan unas a otras y, sin embargo, tienen una fluidez narrativa bárbara, puesta en escena mimética (y agigantada) de imágenes icónicas del Rey en sus directos en televisión, un sampler continuo de los temas de Elvis mezclado con ritmos trap, salsa, rock duro, disco… la película no te da tiempo ni a pestañear, porque te habrás perdido, como mínimo, 30 planos. Esto sí es cine IMAX en todo su esplendor. Más os vale ir a verla al cine, porque si esperáis a verla en una plataforma os vais a perder de la misa, la mitad.
Vamos con el cine español. Fuera de concurso en la sección Cannes Première hemos podido ver lo nuevo de Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981), As bestas. Basada libremente en una historia real, la nueva película del director de Antidisturbios (2020) -no sólo su mejor trabajo, sino una de las mejores series hechas nunca en España-, cuenta el suplicio vivido por una pareja de franceses emigrados, que pretenden montar un huerto ecológico en una pequeña aldea de Orense, viéndose acosados por una familia de vecinos, a los que les enfrentan un acuerdo truncado por instalar un parque eólico en la zona. La España Negra de Furtivos (1975) y El crimen de Cuenca (1980), algo así como nuestro cañí-gothik, cobra en manos de un Sorogoyen ultra estilizado -puede ser la película en la que menos mueve la cámara y más largos son los planos: impresionante el de la discusión en el bar- un verdadero cuento de terror rural donde la tensión in crescendo de la cinta alcanza límites difícilmente soportables. Estructurada como una película-bisagra con dos partes simétricas pero diferenciadas, As bestas se repliega sobre sí misma sin dejar de expandirse. Sorogoyen arriesga y, aunque el metraje vuelve a ser excesivo (como en el 98% de las películas de este festival), acierta al componer una película que hace de la amenaza latente -increíbles Luis Zahera y Diego Anido, como hermanos siniestros- y la impotencia mezclada con la tenacidad de sus protagonistas -los actores franceses Denis Ménochet y Marina Foïs- una película tremendamente violenta a nivel psicológico. Sorogoyen no deja de crecer.
Y cerramos con el Rey Sol de los cineastas: Albert Serra, que sigue empeñándose en que todo el mundo hable de las tonterías que suelta en entrevistas en vez de en lo realmente importante, lo buenas con sus películas. Obviamente, su cine no es para todo el mundo, es riguroso, es exigente y es extremo, tanto a nivel formal como conceptual, tanto Honor de caballería (2006) como Liberté (2019). En su nueva película, Pacifiction, presentada ayer en Cannes en competición oficial -lo que ya es un eventazo en sí mismo: cineastas españoles en sección oficial en el Siglo XXI a parte de Almodóvar… hay muy pocos-, se siguen los pasos de un diplomático francés en una isla perdida de la Polinesia sobre la que planea una amenaza de prueba de bomba atómica. Un genial Benoît Magimel -al que visten y peinan igual que a Serra- se convierte en un flâneur diletante que trata de evitar la debacle mientras se enreda en conversaciones y conspiraciones en espiral a medida que el relato va alejándose del terreno de lo real para pasar al terreno de lo onírico (o surreal, que hay algunos momentos que a David Lynch le habrían sacado la sonrisa). Serra, que no había explotado tanto exteriores desde El cant del ocells (2008) -aunque en su cine, hasta aquí, exteriores siempre parecen interiores-, consigue algunos momentos realmente increíbles, incluyendo una secuencia en la que el diplomático pretende surcar unas olas en una moto acuática que, no exagero, puede ser la mejor secuencia vista en este festival. Impresionante Serra. Quizás por eso, por compensar, incluye unos planos aéreos que parecen sacados de un documental de National Geographic. Ojalá esta película sirva para que se deje de hablar de lo que dice Serra y se empiece a aplaudir lo que hace Serra.
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